Herejías: el sueño de la fe (también) produce monstruos
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(Carmelo López Arias. Semanario Alba). La advertencia es de san Pablo (II Tim 4, 3-4)... y la profecía se cumplió: “Porque llegará el tiempo en que los hombres no soportarán más la sana doctrina. Por el contrario, llevados por sus inclinaciones, se procurarán una multitud de maestros que les halaguen los oídos, y se apartarán de la verdad para escuchar cosas fantasiosas”.
Todas las desviaciones doctrinales que ha padecido la Iglesia revisten gravedad teológica y algunas resultaron devastadoras por su trascendencia histórica. Pero las hay que, por su extravagancia o por construir un artificioso ropaje argumental para los vicios más previsibles, pueden mirarse hoy, con la distancia del tiempo como paliativo, con un poco de buen humor. Hervé Masson recogió muchas en su completo Manual de herejías.
Y a la cabeza, las sectas de matriz gnóstica, por sus tendencias extremas en materia moral: “O un ascetismo llevado a los últimos límites del fanatismo”, señala el cardenal Joseph Hergenröther en su clásica historia de la Iglesia, “o una relajación desenfrenada”.
O mezcla de ambos, como los valesianos, una secta de eunucos de los primeros siglos. Practicaban la castración como ascesis, pero una vez consumada la mutilación, permitían a sus miembros -qué menos- comer y beber cuanto quisieran.
El ascetismo ha dado muchos chalados espirituales. A Thomas Poschl, un párroco de principios del siglo XIX, le dio por fomentar las purificaciones, y congregaba a mujeres que en medio de extrañas contorsiones ingerían aceite y pólvora para ahuyentar al diablo e impartían la absolución. Acabó en un hospital para sacerdotes de Viena.
Y en el hospital debieron de acabar también muchos de los llamados marcados, que a mediados del siglo XVI decidieron sustituir el agua del bautismo por un hierro al rojo con el que se marcaban la frente. O los borboritas, gnósticos que, para desfigurar el rostro de Dios, desfiguraban el suyo propio, imagen del Creador, cubriéndolo de basura y excrementos.
Simplemente caraduras. Pero ha sido más frecuente la relajación, que muchas veces desembocaba en elucubraciones peregrinas como mero pretexto para una bacanal.
Ahí están los adamitas de Carpócrates en el siglo II. Consideraban que ir vestidos demuestra que aún no hemos sido capaces de superar la concupiscencia posterior al pecado original. Cuenta san Epifanio que celebraban sus cultos en cuevas, tal como Dios los trajo al mundo. La ocurrencia reapareció en 1501 en Bohemia, con la secta de los cavernarios.
En el siglo IV, los agapetas pensaban que nada es impuro para las conciencias puras, así que hacían voto de castidad y acto seguido hombres y mujeres se iban a dormir juntos. San Jerónimo censuró las orgías a que daba lugar el “sorprendente” incumplimiento del voto.
Los begardos medievales sostenían que besar a una mujer era pecado mortal, pero acostarse con ella, no. La razón es que la relación carnal no es reprensible porque la necesidad se convierte en ley de la naturaleza. Y se quedaban tan satisfechos con la idea como los ebelitas en la Alemania del siglo XIX, quienes elevaban aún más la calidad del pretexto: “Hacían un acto de religión de la excitación intencional de los antojos carnales”, dice Hergenröther.
A la ignorancia gnóstica de la doctrina del pecado original se sumó siglos después la idea luterana sobre el nulo valor de las buenas acciones para la salvación, que dio lugar a rarezas notables. Los anabaptistas seguidores de Henry Nicholas entendían que la persistencia en el pecado nos conduce a la plenitud de la gracia. Sus adeptos se denominaron “hijos del amor”, pero no es obligatorio pensar mal...
Había algún precedente. En el siglo II, los antitactos afirmaban que Dios creó al hombre inocente, pero un demiurgo maléfico introdujo en él los remordimientos, la vergüenza y los prejuicios. Así que se impusieron a sí mismos el deber de hacer todo lo que las Escrituras prohíben. ¿Por dónde empezaron? Pues eso.
Y luego están los simples caraduras. Un joven anabaptista holandés del siglo XV le tocó el pecho a una chica para declararse. La chica le atizó, pero el asunto no quedó ahí y fue elevado a discusión doctrinal entre quienes deploraban el abuso y quienes lo aceptaban como legítimo. Éstos últimos fueron denominados mamilarios.
O Joviniano, un monje del siglo IV antiguo discípulo de san Ambrosio, que convenció a muchos -que se dejaron convencer encantados- de que todos los placeres de la mesa y del sexo son lícitos... siempre que luego se dé las gracias.
También son seductoras las herejías que amparan la comodidad. Como los dositeanos, que aparecen en obras de los Padres de la Iglesia. Para respetar el sábado, consideraban que había que quedarse inmóvil durante todo el día en la misma posición en la que uno se despertase. Y para quienes se cansen de rezar de rodillas, ahí están los agonicétilos, que veían en ello una superstición y sólo lo hacían de pie, o los eicetas, unos monjes del siglo VII que juzgaban inútil postrarse y preferían dirigirse a Dios a base de danzas.
Todo un muestrario, en fin, de que si “el sueño de la razón produce monstruos”, como en el cuadro de Goya, el sueño de la fe, si se desvía del magisterio de la Iglesia, no se queda atrás.
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(Carmelo López Arias. Semanario Alba). La advertencia es de san Pablo (II Tim 4, 3-4)... y la profecía se cumplió: “Porque llegará el tiempo en que los hombres no soportarán más la sana doctrina. Por el contrario, llevados por sus inclinaciones, se procurarán una multitud de maestros que les halaguen los oídos, y se apartarán de la verdad para escuchar cosas fantasiosas”.
Todas las desviaciones doctrinales que ha padecido la Iglesia revisten gravedad teológica y algunas resultaron devastadoras por su trascendencia histórica. Pero las hay que, por su extravagancia o por construir un artificioso ropaje argumental para los vicios más previsibles, pueden mirarse hoy, con la distancia del tiempo como paliativo, con un poco de buen humor. Hervé Masson recogió muchas en su completo Manual de herejías.
Y a la cabeza, las sectas de matriz gnóstica, por sus tendencias extremas en materia moral: “O un ascetismo llevado a los últimos límites del fanatismo”, señala el cardenal Joseph Hergenröther en su clásica historia de la Iglesia, “o una relajación desenfrenada”.
O mezcla de ambos, como los valesianos, una secta de eunucos de los primeros siglos. Practicaban la castración como ascesis, pero una vez consumada la mutilación, permitían a sus miembros -qué menos- comer y beber cuanto quisieran.
El ascetismo ha dado muchos chalados espirituales. A Thomas Poschl, un párroco de principios del siglo XIX, le dio por fomentar las purificaciones, y congregaba a mujeres que en medio de extrañas contorsiones ingerían aceite y pólvora para ahuyentar al diablo e impartían la absolución. Acabó en un hospital para sacerdotes de Viena.
Y en el hospital debieron de acabar también muchos de los llamados marcados, que a mediados del siglo XVI decidieron sustituir el agua del bautismo por un hierro al rojo con el que se marcaban la frente. O los borboritas, gnósticos que, para desfigurar el rostro de Dios, desfiguraban el suyo propio, imagen del Creador, cubriéndolo de basura y excrementos.
Simplemente caraduras. Pero ha sido más frecuente la relajación, que muchas veces desembocaba en elucubraciones peregrinas como mero pretexto para una bacanal.
Ahí están los adamitas de Carpócrates en el siglo II. Consideraban que ir vestidos demuestra que aún no hemos sido capaces de superar la concupiscencia posterior al pecado original. Cuenta san Epifanio que celebraban sus cultos en cuevas, tal como Dios los trajo al mundo. La ocurrencia reapareció en 1501 en Bohemia, con la secta de los cavernarios.
En el siglo IV, los agapetas pensaban que nada es impuro para las conciencias puras, así que hacían voto de castidad y acto seguido hombres y mujeres se iban a dormir juntos. San Jerónimo censuró las orgías a que daba lugar el “sorprendente” incumplimiento del voto.
Los begardos medievales sostenían que besar a una mujer era pecado mortal, pero acostarse con ella, no. La razón es que la relación carnal no es reprensible porque la necesidad se convierte en ley de la naturaleza. Y se quedaban tan satisfechos con la idea como los ebelitas en la Alemania del siglo XIX, quienes elevaban aún más la calidad del pretexto: “Hacían un acto de religión de la excitación intencional de los antojos carnales”, dice Hergenröther.
A la ignorancia gnóstica de la doctrina del pecado original se sumó siglos después la idea luterana sobre el nulo valor de las buenas acciones para la salvación, que dio lugar a rarezas notables. Los anabaptistas seguidores de Henry Nicholas entendían que la persistencia en el pecado nos conduce a la plenitud de la gracia. Sus adeptos se denominaron “hijos del amor”, pero no es obligatorio pensar mal...
Había algún precedente. En el siglo II, los antitactos afirmaban que Dios creó al hombre inocente, pero un demiurgo maléfico introdujo en él los remordimientos, la vergüenza y los prejuicios. Así que se impusieron a sí mismos el deber de hacer todo lo que las Escrituras prohíben. ¿Por dónde empezaron? Pues eso.
Y luego están los simples caraduras. Un joven anabaptista holandés del siglo XV le tocó el pecho a una chica para declararse. La chica le atizó, pero el asunto no quedó ahí y fue elevado a discusión doctrinal entre quienes deploraban el abuso y quienes lo aceptaban como legítimo. Éstos últimos fueron denominados mamilarios.
O Joviniano, un monje del siglo IV antiguo discípulo de san Ambrosio, que convenció a muchos -que se dejaron convencer encantados- de que todos los placeres de la mesa y del sexo son lícitos... siempre que luego se dé las gracias.
También son seductoras las herejías que amparan la comodidad. Como los dositeanos, que aparecen en obras de los Padres de la Iglesia. Para respetar el sábado, consideraban que había que quedarse inmóvil durante todo el día en la misma posición en la que uno se despertase. Y para quienes se cansen de rezar de rodillas, ahí están los agonicétilos, que veían en ello una superstición y sólo lo hacían de pie, o los eicetas, unos monjes del siglo VII que juzgaban inútil postrarse y preferían dirigirse a Dios a base de danzas.
Todo un muestrario, en fin, de que si “el sueño de la razón produce monstruos”, como en el cuadro de Goya, el sueño de la fe, si se desvía del magisterio de la Iglesia, no se queda atrás.
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Hoy ha llegado a mi correo esta noticia:
Muere un bebé después de que el sacerdote le ahogara durante el bautizo |
Un sacerdote Moldavo está siendo investigado tras la muerte accidental de un bebé de cuatro semanas en pleno bautismo. Los testigos, tal y como publica el diario The Sun, aseguran que el Padre Valentín no cubrió la boca del bebé tal y como es habitual en este tipo de actos religiosos. Según la autopsia el bebé tenía agua en sus pulmones tras ser sumergido en la pila bautismal.
“Todos hemos visto cómo el cura no puso la mano en la boca del bebé como se hace habitualmente para evitar que el niño trague agua”, ha asegurado el Dumitru Gaidau, padre del recién nacido. “No podíamos creer que solo le agarrase por el vientre y por la cabeza para sumergirle tres veces en el agua”.
Según la madre, el bebé “no podía respirar, su rostro se puso azul mientras comenzaba a echar espuma por la boca”.
El sacerdote, presunto autor de un homicidio imprudente, se ha defendido diciendo queno se debía interrumpir el acto y sumergió al bebé tres veces en el agua sagrada.
La policía local de Rascani continúa investigando los hechos después de que un doctor forense confirmó la muerte por ahogamiento del bebé. Unos hechos por los que el presunto culpable podría enfrentarse a una pena de 3 años cárcel.
¡Que injusticia!
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