Marcelino Camacho1
Marcelino Camacho1: "
Muy cerca de cumplir noventa y tres años, ha muerto Marcelino Camacho Abad, el legendario fundador de Comisiones Obreras y su primer secretario general. Los focos se han concentrado sobre este hombre de una pieza, y los elogios se han derramado sobre su memoria procedentes de las fuentes más diversas, y han acudido a la capilla ardiente desde sus camaradas comunistas y sus compañeros sindicalistas hasta figuras prominentes de la derecha, como el presidente de Cajamadrid, Rodrigo Rato (probablemente convencido que los proverbiales dicterios del difunto contra “la gran Banca” no iban con él), pasando por el mismo Príncipe en persona.
Los principales datos biográficos del personaje han sido profusamente difundidos estos días: su precoz militancia sindical, su afiliación al PCE desde antes de la guerra civil hasta su muerte, sus encarcelamientos en el Madrid de la guerra y en un campo de trabajos forzados de Tánger y sus fugas, su reclusión en Carabanchel hasta la amnistía de 1976, sus años de diputado, su dimisión como parlamentario por desacuerdo con la legislación laboral, su desplazamiento de la máxima responsabilidad en CC. OO., sus últimos tiempos de retiro y homenajes y, sobre todo, su carácter al tiempo rocoso en sus convicciones y afable en las formas.
La práctica totalidad de los medios de comunicación ha destacado sus virtudes humanas, su dedicación a la causa de los desposeídos y, curiosamente, también se ha elogiado lo que se ha llamado su “lucha por la democracia”. Pero Marcelino Camacho no fue nunca demócrata, aunque él no lo sabía. Él fue comunista, un buen comunista desde su juventud, desde los años del más negro estalinismo. Sin fisuras, disciplinado hasta la negación de la evidencia. Y, en consecuencia, convencido de buena fe de estar en lo correcto. Sin duda ignoraba que es imposible ser a la vez buen comunista y buen demócrata. O lo uno, o lo otro. Otra cosa sólo es pura propaganda. En cierta ocasión, un grupo de periodistas almorzábamos con él en sus tiempos de diputado. La conversación giró hacia los mejores modos de procurar bienestar a la gente, y cuando tras unos minutos de intercambio de opiniones se vio dialécticamente acorralado por nuestras críticas a la política comunista, sonrió y zanjó la discusión: “Bueno, no pretenderéis que a estas alturas este viejo fraile se cambie de convento, ¿verdad?”. Así era el “viejo fraile”: vivió su militancia como una religión, y con la fe del carbonero. En el comedor de su casa estuvo siempre, hasta su muerte, un busto de Lenin.
Pero Marcelino Camacho dio, sobre todo, público ejemplo de integridad en lo económico. Gran rareza en los tiempos que corren. Eso, y un sincero y transparente sentido de la lealtad a los amigos y correligionarios, hizo de él un hombre no sólo sin apenas enemigos, sino todo un referente de honradez personal. Josefina Samper, la mujer que lo ha acompañado desde 1948 en toda circunstancia, la que le ha tejido sus célebres jerseys de cuello vuelto, lo sabe mejor que nadie.
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Muy cerca de cumplir noventa y tres años, ha muerto Marcelino Camacho Abad, el legendario fundador de Comisiones Obreras y su primer secretario general. Los focos se han concentrado sobre este hombre de una pieza, y los elogios se han derramado sobre su memoria procedentes de las fuentes más diversas, y han acudido a la capilla ardiente desde sus camaradas comunistas y sus compañeros sindicalistas hasta figuras prominentes de la derecha, como el presidente de Cajamadrid, Rodrigo Rato (probablemente convencido que los proverbiales dicterios del difunto contra “la gran Banca” no iban con él), pasando por el mismo Príncipe en persona.
Los principales datos biográficos del personaje han sido profusamente difundidos estos días: su precoz militancia sindical, su afiliación al PCE desde antes de la guerra civil hasta su muerte, sus encarcelamientos en el Madrid de la guerra y en un campo de trabajos forzados de Tánger y sus fugas, su reclusión en Carabanchel hasta la amnistía de 1976, sus años de diputado, su dimisión como parlamentario por desacuerdo con la legislación laboral, su desplazamiento de la máxima responsabilidad en CC. OO., sus últimos tiempos de retiro y homenajes y, sobre todo, su carácter al tiempo rocoso en sus convicciones y afable en las formas.
La práctica totalidad de los medios de comunicación ha destacado sus virtudes humanas, su dedicación a la causa de los desposeídos y, curiosamente, también se ha elogiado lo que se ha llamado su “lucha por la democracia”. Pero Marcelino Camacho no fue nunca demócrata, aunque él no lo sabía. Él fue comunista, un buen comunista desde su juventud, desde los años del más negro estalinismo. Sin fisuras, disciplinado hasta la negación de la evidencia. Y, en consecuencia, convencido de buena fe de estar en lo correcto. Sin duda ignoraba que es imposible ser a la vez buen comunista y buen demócrata. O lo uno, o lo otro. Otra cosa sólo es pura propaganda. En cierta ocasión, un grupo de periodistas almorzábamos con él en sus tiempos de diputado. La conversación giró hacia los mejores modos de procurar bienestar a la gente, y cuando tras unos minutos de intercambio de opiniones se vio dialécticamente acorralado por nuestras críticas a la política comunista, sonrió y zanjó la discusión: “Bueno, no pretenderéis que a estas alturas este viejo fraile se cambie de convento, ¿verdad?”. Así era el “viejo fraile”: vivió su militancia como una religión, y con la fe del carbonero. En el comedor de su casa estuvo siempre, hasta su muerte, un busto de Lenin.
Pero Marcelino Camacho dio, sobre todo, público ejemplo de integridad en lo económico. Gran rareza en los tiempos que corren. Eso, y un sincero y transparente sentido de la lealtad a los amigos y correligionarios, hizo de él un hombre no sólo sin apenas enemigos, sino todo un referente de honradez personal. Josefina Samper, la mujer que lo ha acompañado desde 1948 en toda circunstancia, la que le ha tejido sus célebres jerseys de cuello vuelto, lo sabe mejor que nadie.
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