El Dios que la ciencia no puede atrapar
El Dios que la ciencia no puede atrapar: "
Cada poco, algún astrónomo nos asegura, escudriñando las grandes magnitudes, que no encuentra a Dios en el big bang del universo, ni en lugar alguno de su incalculable expansión, salvo alguna ley física, como la gravitatoria, la cual existe por azar o por necesidad. Y, en el ínterin, algún físico subatómico, tras rebuscar en las mínimas magnitudes, nos afirma que no existe Dios porque tampoco está allí donde ya no queda sino lo definitivamente minúsculo, ambiguo y caprichoso: ora longitud de onda, ora cierta consistencia, ora al azar, ora por necesidad.
Me deja perplejo este discurso científico. Parece dar por supuesto –como un dogma infalible– que la manera de seccionar, de toda la realidad existente, aquella que se deja atrapar por la verificación empírica es la única forma de conocer y, además, todo lo que existe. Mucha pretensión es esa. Es como si, por aplicar a la Pietà o a Las Meninas todos los más avanzados instrumentos que poseen las modernas ciencias empíricas, consiguiéramos localizar y atrapar dentro de la escultura o del lienzo al íntimo Miguel Ángel y al completo Velázquez. El autor no está encerrado dentro de su obra como la última muñeca de una matrioska.
La obra no es la cárcel del autor. Entre el autor y su obra siempre media una distancia irreductible –y una libertad del creador– por la sencilla razón de ser ambos de naturaleza sustancialmente diversa. Si uno quiere conocer a fondo a su madre o a su amada, por ejemplo, hará bien en considerar que los datos de un análisis hematológico, de un escáner o de un tac, aun siendo exactos, no le desvelan ni lo más profundo ni lo más importante de esos seres queridos. Porque el amar es otra forma de conocer y mucho más profunda, por cierto. Quien ama lo sabe sin leer a Max Scheler.
Resulta un descubrimiento muy antiguo –sobre 2500 años– que el discurso intelectual, que concatena sus pasos mediante la verificación empírica, no es el único modo de conocer y que, sobre ciertas realidades –como la intimidad del hombre o el sentido de su existencia– ni siquiera es el más profundo. Está en nuestros primeros clásicos, por ejemplo en el Fedón de Platón. Allí se cuenta una entrañable anécdota, de Sócrates. Parece ser que siendo joven, decepcionado de tanto charlatán sofista, andaba buscando un maestro que con rigor pudiera enseñarle la verdadera causa de las cosas.
Oyó hablar de que un tal Anaxágoras afirmaba saber “lo que pone todo en orden y la causa de todas las cosas” y se hizo seguidor suyo. Gran decepción. Anaxágoras era sólo un empírico. Que las causas de cada uno de los actos que realizo –gruñía Sócrates– tenga por explicación final “que mi cuerpo se compone de huesos y tendones, que los huesos son duros y tienen articulaciones…, en tanto los tendones tienen la facultad de ponerse en tensión o relajarse… y que el balancearse de los huesos en sus coyunturas, los tendones con su relajamiento y su tensión hacen que sea capaz de doblar los miembros y que ésta es la causa de estar aquí sentado” le pareció a nuestro Sócrates un ejemplo de pedante ceguera. Es una potencia espiritual, “una fuerza divina”, añade literalmente, la que me permite gobernar huesos y tendones de mi cuerpo para sentarlo como se debe con mis amigos.
Es –concluye Sócrates– “el bien y lo debido lo que verdaderamente ata y sostiene todas las cosas”. La lección es que la amistad y sus actos –como sentarse a charlar con los amigos– no tiene por causa explicativa final una descripción anatómica, la descripción empírica de cómo se articulan huesos y tendones. De la misma forma que el amor humano, que usa de todo nuestro cuerpo para conmoverse y manifestarse, no es en su esencia y en su integridad un simple chute de neurotransmisores, un cóctel bioquímico mitad azar mitad necesidad. Ni los que lo sostienen en la teoría, aceptan en la vida real ser amados de esa guisa. Ni nunca les será posible fabricar verdadero amor con la ingesta de cuatro píldoras. Me temo que algunos científicos actuales, dada la complejidad de las actuales especialidades, no han tenido tiempo para darse una vuelta por los clásicos en humanidades.
El problema del método empírico no es la reducción del objeto observado a experiencia sensible, sino la pretensión de que el conocimiento resultante es el único conocer posible de la verdad y sobre toda la realidad. Esa pretensión no es empírica ni científica, precisamente, sino filosófica y, dentro de ésta, se parece demasiado al materialismo puro y duro. Resulta, por ejemplo, chocante que ciertos neurólogos nieguen la existencia del alma espiritual de la persona humana por la razón de que no la encuentran dentro del cerebro, pese a los enormes avances en el conocimiento actual de este órgano.
Si la localizasen y la atrapasen…, dirían que no es alma pues sería material. Esta contradicción no muestra la existencia del alma. Lo único que demuestra es que, en caso de existir un alma espiritual, la experimentación empírica sobre nuestra materia neurológica no es método que sirva para cazar el alma. Y algo parecido ocurre con la controversia sobre la existencia de Dios. ¿De veras podemos suponer que el método científico es, de suyo, capaz de atraparlo? Porque si no puede atraparlo, tampoco puede ni afirmarlo ni negarlo con aquella certeza “científica” propia de las cosas que son materiales y experimentables, localizables y mensurables.
Ahora resulta que el universo es demasiado colosal para haber sido creado y, en consecuencia, resulta más a la medida de la mente humana suponerlo fruto del azar y la necesidad. Podría estar de acuerdo si me interesase un dios fabricado por el hombre a su medida.
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Cada poco, algún astrónomo nos asegura, escudriñando las grandes magnitudes, que no encuentra a Dios en el big bang del universo, ni en lugar alguno de su incalculable expansión, salvo alguna ley física, como la gravitatoria, la cual existe por azar o por necesidad. Y, en el ínterin, algún físico subatómico, tras rebuscar en las mínimas magnitudes, nos afirma que no existe Dios porque tampoco está allí donde ya no queda sino lo definitivamente minúsculo, ambiguo y caprichoso: ora longitud de onda, ora cierta consistencia, ora al azar, ora por necesidad.
Me deja perplejo este discurso científico. Parece dar por supuesto –como un dogma infalible– que la manera de seccionar, de toda la realidad existente, aquella que se deja atrapar por la verificación empírica es la única forma de conocer y, además, todo lo que existe. Mucha pretensión es esa. Es como si, por aplicar a la Pietà o a Las Meninas todos los más avanzados instrumentos que poseen las modernas ciencias empíricas, consiguiéramos localizar y atrapar dentro de la escultura o del lienzo al íntimo Miguel Ángel y al completo Velázquez. El autor no está encerrado dentro de su obra como la última muñeca de una matrioska.
La obra no es la cárcel del autor. Entre el autor y su obra siempre media una distancia irreductible –y una libertad del creador– por la sencilla razón de ser ambos de naturaleza sustancialmente diversa. Si uno quiere conocer a fondo a su madre o a su amada, por ejemplo, hará bien en considerar que los datos de un análisis hematológico, de un escáner o de un tac, aun siendo exactos, no le desvelan ni lo más profundo ni lo más importante de esos seres queridos. Porque el amar es otra forma de conocer y mucho más profunda, por cierto. Quien ama lo sabe sin leer a Max Scheler.
Resulta un descubrimiento muy antiguo –sobre 2500 años– que el discurso intelectual, que concatena sus pasos mediante la verificación empírica, no es el único modo de conocer y que, sobre ciertas realidades –como la intimidad del hombre o el sentido de su existencia– ni siquiera es el más profundo. Está en nuestros primeros clásicos, por ejemplo en el Fedón de Platón. Allí se cuenta una entrañable anécdota, de Sócrates. Parece ser que siendo joven, decepcionado de tanto charlatán sofista, andaba buscando un maestro que con rigor pudiera enseñarle la verdadera causa de las cosas.
Oyó hablar de que un tal Anaxágoras afirmaba saber “lo que pone todo en orden y la causa de todas las cosas” y se hizo seguidor suyo. Gran decepción. Anaxágoras era sólo un empírico. Que las causas de cada uno de los actos que realizo –gruñía Sócrates– tenga por explicación final “que mi cuerpo se compone de huesos y tendones, que los huesos son duros y tienen articulaciones…, en tanto los tendones tienen la facultad de ponerse en tensión o relajarse… y que el balancearse de los huesos en sus coyunturas, los tendones con su relajamiento y su tensión hacen que sea capaz de doblar los miembros y que ésta es la causa de estar aquí sentado” le pareció a nuestro Sócrates un ejemplo de pedante ceguera. Es una potencia espiritual, “una fuerza divina”, añade literalmente, la que me permite gobernar huesos y tendones de mi cuerpo para sentarlo como se debe con mis amigos.
Es –concluye Sócrates– “el bien y lo debido lo que verdaderamente ata y sostiene todas las cosas”. La lección es que la amistad y sus actos –como sentarse a charlar con los amigos– no tiene por causa explicativa final una descripción anatómica, la descripción empírica de cómo se articulan huesos y tendones. De la misma forma que el amor humano, que usa de todo nuestro cuerpo para conmoverse y manifestarse, no es en su esencia y en su integridad un simple chute de neurotransmisores, un cóctel bioquímico mitad azar mitad necesidad. Ni los que lo sostienen en la teoría, aceptan en la vida real ser amados de esa guisa. Ni nunca les será posible fabricar verdadero amor con la ingesta de cuatro píldoras. Me temo que algunos científicos actuales, dada la complejidad de las actuales especialidades, no han tenido tiempo para darse una vuelta por los clásicos en humanidades.
El problema del método empírico no es la reducción del objeto observado a experiencia sensible, sino la pretensión de que el conocimiento resultante es el único conocer posible de la verdad y sobre toda la realidad. Esa pretensión no es empírica ni científica, precisamente, sino filosófica y, dentro de ésta, se parece demasiado al materialismo puro y duro. Resulta, por ejemplo, chocante que ciertos neurólogos nieguen la existencia del alma espiritual de la persona humana por la razón de que no la encuentran dentro del cerebro, pese a los enormes avances en el conocimiento actual de este órgano.
Si la localizasen y la atrapasen…, dirían que no es alma pues sería material. Esta contradicción no muestra la existencia del alma. Lo único que demuestra es que, en caso de existir un alma espiritual, la experimentación empírica sobre nuestra materia neurológica no es método que sirva para cazar el alma. Y algo parecido ocurre con la controversia sobre la existencia de Dios. ¿De veras podemos suponer que el método científico es, de suyo, capaz de atraparlo? Porque si no puede atraparlo, tampoco puede ni afirmarlo ni negarlo con aquella certeza “científica” propia de las cosas que son materiales y experimentables, localizables y mensurables.
Ahora resulta que el universo es demasiado colosal para haber sido creado y, en consecuencia, resulta más a la medida de la mente humana suponerlo fruto del azar y la necesidad. Podría estar de acuerdo si me interesase un dios fabricado por el hombre a su medida.
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