EL TESTAMENTO DE ARISTÓTELES – Alfredo Marcos
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«Ahora tengo que reposar. Duele, ¿sabes? Y quiero pensar. Me tenderé en el lecho con una bola de bronce en mi mano y al menos mi cuerpo descansará. Mi mente no podrá hacerlo. Tengo que pensar acerca de un texto hipocrático que he encontrado entre los que me mandó Teofrasto. Cuando viene el sueño la bola cae con estruendo y sobresalta. Me mantendrá despierto. Tengo ya poco tiempo.»
Entre los griegos hay individualidades que brillan con luz propia: Pericles, Alejandro, Aquiles, Leónidas, Alcibíades, Homero, Aristófanes, Solón… También entre los griegos destacan las parejas: Hipias e Hiparco, Harmodio y Aristogitón, Demóstenes y Esquines, Temístocles y Arístides, Heráclito y Parménides, Cástor y Pólux, Epaminondas y Pelópidas, la alpha y la beta… Pero no son menos famosos los tríos: Esquilo, Sófocles y Eurípides; Tales, Anaximandro y Anaxímenes; Mirón, Policleto y Fidias; el dórico, el jónico y el corintio; Praxíteles, Scopas y Lisipo; Sócrates, Platón y Aristóteles… Hombre, hablando de Aristóteles (nótese qué hábil recurso he usado para introducir el tema): acabo de leer un libro sobre su vida, aunque por el título bien pudiera parecer que es sobre su muerte: El testamento de Aristóteles. Pues ya que estamos y vista la expectación que acabo de despertar (¿?), paso a comentarlo.
Por llenar este párrafo con algo (resoplidos del lector, bufidos, ganas de dejar de leer), y por seguir con el asunto de los tríos (atención del lector recuperada de nuevo), diré que no deja de ser curioso que del triunvirato aquel que mencioné formado por Sócrates el autodidacta, Platón su idealista discípulo y Aristóteles el díscolo discípulo de éste, sea sobre el primero de ellos sobre quien existen más novelas. Y digo novelas y no ensayos o zarzuelas porque el libro que comentaré luego es eso, una novela (histórica por más señas -como si esto hubiera que decirlo-); y digo también que no deja de ser curioso porque de esos tres señores probablemente sea Sócrates quien haya llevado una vida menos novelesca. Salvando algún episodio concreto que ya le pilló entrado en años, y obviando por supuesto el juicio que le condenó a muerte y le hizo inmortal (mira tú la paradoja), el resto de su vida no hizo otra cosa que pasearse metido en su quitón (o en su himation en los días de fiesta -o sea, casi siempre, que en Atenas tenían casi más festivos que laborables-) por las calles de la ciudad y hablando con unos y con otros. Pese a esa existencia tan anodina e inane, pese a no escribir en su vida ni una línea, Sócrates es un personaje secundario habitual en la mayoría de novelas históricas sobre la época (incluso les da caché), cuando no se erige en el protagonista absoluto: Ciudadano Sócrates de Solana Dueso, Mi amigo Sócrates de Josef Vital-Kopp, Las dos muertes de Sócrates de García-Valiño, Sócrates de Benigno Morilla, Asesinato en el jardín de Sócrates de Sascha Berst… Su éxito en el terreno del ensayo también es considerable: Desayuno con Sócrates de Robert Rowland, Sirve Nadal, responde Sócrates de T. Nadal y P. Mas, Lo que Sócrates diría a Woody Allen de J. A. Rivera, Sócrates en el hiperespacio de Joaquín Rodríguez, El balcón de Sócrates de J. M. Barrio, Sócrates café de Christopher Phillips, Sócrates enamorado del mismo de antes, Denuncia contra Sócrates de V. Shentalinski, Sócrates y los tres cochinitos de Tuyosi Mori… Platón tuvo una vida algo más dinámica que su maestro: viajó a Sicilia tres veces, fue vendido como esclavo (eso dicen), fundó la Academia (esto último no es especialmente trepidante, es verdad). Escribió diálogos famosísimos y se conserva algo de su correspondencia. No es el colmo de la aventura pero ya es más de lo que hizo Sócrates. También suele aparecer como secundario en ejercicios literarios que tratan ese periodo, e incluso cuenta con algún papel estelar (sólo me viene a la cabeza La séptima carta de Vintila Horia, siempre citada por un servidor, ya lo sé), pero su mayor éxito es como guest star en algunos ensayos -o lo que sea- multicolores: La gastritis de Platón de Antonio Tabucchi, Más Chaplin y menos Platón, de Luis Miguel Díaz, Más Platón y menos Prozac de Lou Marinoff, Pregúntale a Platón del mismo de antes, Matar a Platón de Chantal Maillard, Platón y un ornitorrinco entran en un bar de T. Catchcart y D. Klein -¿realmente hacen falta dos señores para escribir un libro con semejante título?-). ¿Y qué hay del tercero en discordia, de Aristóteles? Su vida fue algo más excitante que la de Platón: anduvo de aquí para allá desde la efebía hasta que murió (Estagira -su ciudad-, la Academia de Atenas, la costa de Asia Menor, Macedonia, Atenas de nuevo, la isla de Eubea…), escribió tanto como pudo sobre todas las materias imaginables y sobre otras que él mismo inventó, se casó, se quedó viudo, volvió a casarse, fue maestro de Alejandro Magno, fundó el Liceo, fue perseguido… No está mal, no. ¿Y qué se ha escrito sobre Aristóteles? Pues fuera del género novelesco no le ha ido mal del todo al estagirita (o sí, según se mire): Aristóteles y un armadillo van a la capital del dúo Catchcart & Klein, Si Aristóteles dirigiera General Motors de Tom Morris, De Aristóteles a Woody Allen de Pedro Luis Cano, La vesícula de Aristóteles de M. A. Zamorano, Si Aristóteles levantara la cabeza de Mª Ángeles Duran… ¿Y qué tal le ha ido en la ficción histórica? Bastante peor que a Sócrates, me temo, y algo mejor que a Platón. ¿Qué novelas hay sobre su variopinta existencia? Pues que yo sepa (porque hasta ahora y en lo sucesivo siempre ha sido y será «que yo sepa», como es de suponer), apenas se le usa como secundario salvo en las novelas dedicadas a Alejandro Magno, en las que suele tener un brevísimo papel como preceptor del joven macedonio; y es protagonista (ni mencionaré siquiera en par de novelas, Aristóteles, el mejor gato para una bruja de Dick King-Smith y Mistela con Aristóteles de Isabel Clambor, en las que Aristóteles no es nuestro Aristóteles) de una serie de 3 ó 4 novelas histórico-policíacas escritas por Margaret Doody (por citar una de ellas: Aristóteles y los secretos de la vida); y para de contar. Bueno, no: también está la novela de Alfredo Marcos El testamento de Aristóteles (nótese de nuevo qué hábil recurso he usado para reintroducir el tema), que justamente es de la que ahora toca hablar.
Se trata de una novela epistolar. También lo es el Drácula de Bram Stoker (bueno, entre epistolar y diario), así que quizá convenga dar algún dato más. Lo del formato epistolar suele ser un truco en virtud del cual la novela carece de narrador porque la narración corre a cargo del epistolero, sea uno o varios. Quien epistola la epístola se convierte así en quien novela la novela, en una especie de porteador que la carga sobre sus hombros (que no son otros que los del narrador hábilmente camuflado, claro está) y hace que todo se contemple y se interprete a través de sus ojos y de su mente. El epistolario que hay en esta novela, como en la mayoría de novelas epistolares, es falso. Salta a la vista además por dos detalles: porque es una novela y porque difícilmente haya quien escriba cartas del estilo de las que aparecen en las novelas epistolares (en la actualidad difícilmente hay quien escriba cartas, sean del estilo que sean). Digamos que sería raro que le escribiéramos a un amigo de toda la vida y, en lugar de ir al grano, le contáramos precisamente eso, nuestra vida, como si no la conociera o le interesara un ápice. Perogrulladas aparte, lo cierto es que esta novela presenta la vida (y obra, que también hay que decirlo) de Aristóteles en forma de cartas que él mismo escribió a su amigo Antípatro, quien no es otro que el general que Alejandro dejó encargado del gobierno de Grecia durante su larga ausencia. ¿Y por qué le escribió precisamente a Antípatro y no a Hipomaquínides el escanciador de vino? Porque el propio Aristóteles (el auténtico, no el novelado) lo citó en su testamento, y esa cita (deduzco yo) es la que ha llevado al autor de la novela a recrear toda una correspondencia entre ambos que le ha servido para construir su relato. ¿Cómo es eso, tenemos el testamento de Aristóteles, el auténtico? Pues sí, eso parece: el historiador griego del (probablemente) siglo III d.C. Diógenes Laercio escribió unas Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, obra de valor inigualable por recopilar justo lo que dice su título: la vida (grosso modo), lo que otros opinaban (es decir: chascarrillos varios) y lo que dicen que dijeron un buen número de filósofos desde Tales hasta Epicuro (y son muchos, puedo asegurarlo), así como el título de todas las obras que escribieron. Cierto que el libro de Diógenes hay que espigarlo bien y no tomar por bueno todo lo que en él aparece, pero gracias a esta obra podemos recuperar pequeñas joyas como la que decía antes: el testamento de Aristóteles. Vaya usted a saber de dónde lo sacó Diógenes (porque no lo aclara) y si será auténtico o no, pero es más romántico creer que sí, de modo que aquí está, lo tenemos: el testamento, la última voluntad del mayor filósofo de todos los tiempos. Y la primera voluntad de su última voluntad fue la de nombrar albacea y «ejecutor de todo y siempre» a Antípatro.
Sin abandonar el tema de los testamentos (nuevos resoplidos del lector, algún que otro bostezo) ni tampoco el de los tríos (¡ajá!), vale la pena decir que Diógenes Laercio se preocupó de consignar en su obra no sólo el testamento de Aristóteles sino el de muchos más; mediante ellos puede uno adivinar bastante acerca del nivel de vida de los finados, lo cual es interesante en grado sumo. Así, en el de Aristóteles (que la novela que tenemos entre manos va reproduciendo fragmento a fragmento) se descubre un cierto grado de esplendidez y generosidad, y espléndido es quien puede, no quien quiere, por supuesto: se dispone cómo han de resolverse los matrimonios entre los herederos, a qué familiares se le darán quinientos o mil dracmas, a qué esclavos se concederá la libertad, de quién se deberán erigir estatuas… Todo ello se nos antoja sinónimo de haber llevado una vida no especialmente apretada. En el testamento de Platón, que el bueno de Diógenes también nos brinda, se aprecia el mismo grado de abundancia en el difunto, si no mayor: tal heredero se quedará con tal hacienda, tal otro con tal otra finca, este esclavo queda libre, aquellos se quedarán con tales muebles, estos con tal dinero… En fin, que parece que Platón tampoco padeció estrecheces. En cuanto a Sócrates, Diógenes Laercio no recoge su testamento, y desde luego habría sido cosa extraordinaria tratándose de alguien que nunca escribió nada. Quien sí lo hace es su fiel discípulo, el bueno de Platón, quien en su diálogo Fedón, donde vemos morir a Sócrates, éste se despide de su amigo Critón allí presente expresándole su última voluntad y reflejando en ella, al igual que los testamentos que acabo de citar, qué vida ha llevado el sujeto en cuestión y en qué parámetros de abundancia se ha movido. Esta es la herencia que dejó Sócrates: «Critón, le debemos un gallo a Asclepio; así que págaselo y que no se te olvide». Anda que…
Volviendo a la novela, de la que en realidad nunca nos hemos alejado demasiado: como toda novela epistolar, consiste en un monólogo. De Aristóteles, claro. «Cielos», dirá más de uno, «un monólogo de doscientas y pico páginas, y encima es Aristóteles quien lo suelta, menudo tostón; antes soy capaz de leerme su Metà Tà Physikà que semejante rollo». Errará quien piense así, me apresuro a decir, como erraría también quien osara acercarse a la Metafísica aristotélica sin hacer antes algún test de inteligencia o sin una previa preparación física y psíquica. Lo cierto es que el libro incluye algún que otro diálogo (no al estilo platónico, anticipo de nuevo rápidamente, así que no bufen los suspicaces) y lo mejor que se puede decir de ellos es que la novela no los necesita para leerse con dinamismo (porque, paradójicamente, es eso y no otra cosa lo que otorga un diálogo a una novela: dinamismo en la lectura. Y digo «paradójicamente» porque los diálogos frenan la fluidez de la acción, detienen la escena mientras un personaje habla y otro le contesta, sin embargo una narración puede hacer correr la acción tanto como el autor desee. Y fin del excurso). A lo largo de las nueve cartas de Aristóteles a Antípatro (preludiadas y epilogadas con sendas misivas del propio Antípatro a Teofrasto, discípulo de Aristóteles), el «lector» (como algunos llamaban al filósofo por su costumbre de leer en silencio) pone al tanto a su amigo el general macedonio de cuáles son sus últimas voluntades, es decir, su testamento, y aprovecha la coyuntura para desgranar los episodios más significativos de su vida. Hay que decir que, en la época en que Aristóteles va comunicándose con Antípatro, este no permanece ocioso en la corte macedonia sino que tiene sus propios problemas, a los que también alude el estagirita de vez en cuando: ni más ni menos que la guerra contra los atenienses, que se han rebelado porque no hace mucho que ha muerto Alejandro. Aristóteles, desde su refugio en Calcis, en la isla de Eubea, adonde ha huido precisamente de los atenienses, nota como una enfermedad le va acortando la vida y por ello se decide a testar antes de que le llegue el momento fatal.
El tono de la novela, como hábilmente habrá adivinado el lector sagaz, es en general melancólico (otro excurso: ¿se atreverá ese mismo lector sagaz a echar un vistazo a la obrita El hombre de genio y la melancolía, de -del pseudo- Aristóteles, editorial Acantilado, 2007, por si acaso el tono de este texto fuera, yo qué sé, epistolar?). En algunos pasajes la melancolía deja hueco a la emotividad, y quizá son los momentos más logrados de la novela; en otros pasajes la melancolía y la emotividad dejan paso a la erudición, que de todo tiene que haber, y no en vano el autor no es presentador de concursos televisivos sino todo un experto en Aristóteles, profesor de universidad, articulista y autor de numerosos trabajos sobre filosofía, ciencia y filosofía de la ciencia. O sea, que la novela también ilustra acerca de lo que Aristóteles pensaba sobre los animales, el alma, la materia y la forma, el movimiento y el tiempo, los conceptos y las cosas… Puestos a escoger, mejor se entera uno de todo eso con un Werner Jaeger, un Pierre Aubenque o un Giovanni Reale, que con una novela. Pero como lo más probable es que los libros de estos señores no los lea ni aquel lector sagaz de antes, esta novela es una manera de acercarse a esas materias de una forma infinitamente más amena y comprensible, y además escrita por alguien que no nos dará gato por liebre. Y por último, en algunos otros pasajes, la melancolía, la emotividad y la erudición dejan paso al misterio, las conspiraciones y los embrollos de altos vuelos, ya que también la novela da pie a que aparezcan en ella Olimpia y sus maquinaciones, Filipo y las suyas, Alejandro y su cambiante personalidad, el futuro suegro de Aristóteles o el propio Aristóteles jugando a ser espías de Filipo… y el misterio de la muerte (¿enfermedad, asesinato?) de Alejandro.
De modo que (yo por mí seguiría pero habrá que ir acabando) ¿cuál es el mérito de esta novela? Buena pregunta para la que tengo una respuesta: su gran (que no único) mérito es este, y no es baladí en absoluto: humanizar al más grande filósofo de todos los tiempos. Porque aunque parezca increíble, el autor de infinidad de textos (de los que se conserva una mínima parte, vaya), que sentó bases acerca de botánica, zoología, física, metafísica, lógica, filosofía, retórica, ética, literatura, política, mecánica, astronomía (algunas de cuyas disciplinas inventó él, por cierto), cuyos escritos fueron estudiados, comentados, y considerados indudables durante siglos, que configuró una línea de pensamiento sobre la que se ha apoyado la construcción de los valores de la cultura occidental, que dio a luz una manera de entender el mundo aún vigente, el origen de todo ello fue un hombre de carne y hueso nacido en Tracia, hijo de un médico, que sufrió y gozó, amó y fue amado, fue niño y anciano, y temió a la muerte como cualquier otro hombre de su tiempo, como cualquiera de nosotros. Aristóteles no es sólo un nombre que aparece en los libros sino que fue un ser humano que pisó este mundo.
Al margen de este apunte sensiblero pero con gancho, al margen de que la novela verse sobre Aristóteles o sobre el vecino del quinto, se trata de un libro de exquisita prosa, que se hace algo lento en algún párrafo pero que se ve compensado con la amenidad de otros muchos, y que en su conjunto ofrece al lector, sagaz o no, una estupenda manera de satisfacer su necesidad, porque de eso y no de otra cosa se trata, de leer. Como dijo Bertrand Russell, «los problemas del mundo jamás se solucionarán porque los inteligentes siempre plantean dudas acerca de todo y los ignorantes nunca tienen ninguna duda». Sed ignorantes y buscad este libro sin dudarlo, y que el mundo siga con sus problemas unos días más.
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