LA SEDUCCIÓN DE LA CULTURA EN LA HISTORIA ALEMANA – Wolf Lepenies

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LA SEDUCCIÓN DE LA CULTURA EN LA HISTORIA ALEMANA - Wolf LepeniesCon el nefasto fenómeno del nazismo como telón de fondo, el sociólogo alemán Wolf Lepenies analiza en este volumen (publicado originalmente en 2006) lo que considera como la tendencia alemana a idealizar y sobrevalorar la cultura en detrimento de la política, en particular la de tipo liberal y parlamentario. Premisa del estudio es la idea de que si existe o ha existido en la historia moderna una ideología alemana, ésta sería precisamente la de concebir la cultura como un «noble sustituto de la política». Lepenies prefiere juzgar esta tendencia más como una cuestión de actitud que de carácter nacional, con lo cual sustrae su análisis al riesgo de adjudicar la cuestión central, el marco ideológico-cultural que propició el auge del nazismo, a lo que pudiera interpretarse como la esencia –unívoca e inmutable- de lo alemán. Las nociones de «tendencia» y «actitud» otorgan al enfoque asumido por el autor un matiz de holgura que contradice la impresión de rigidez y exclusividad que produce la noción de «carácter», y remiten derechamente al condicionamiento de los fenómenos sociales. Lepenies está lejos de postular que la denigración de la política y la veneración romántica de los logros culturales sea una actitud exclusiva de los alemanes, pero sí cree que en ningún otro país ha condicionado el curso de la historia con tanta fuerza como en Alemania.
En el meollo tanto de la referida «ideología alemana» como de ciertas tesis relativas al ascenso del nazismo está el concepto de la singularidad o «vía específica» (Sonderweg) de la nación alemana. Ya en el siglo XIX, la tradición académica germana solía adscribir el destino de Alemania a una ruta diferente de la seguida por Occidente (representado en lo primordial por Francia e Inglaterra, más tarde por los Estados Unidos). En el marco de este modelo de pensamiento, Alemania -disgregada o unificada- se erigía como la «nación de la cultura» (Kulturvolk) por antonomasia, entendiendo «cultura» como un estadio superior de realización comunitaria en que lo crucial es el enaltecimiento del patrimonio intelectual, artístico y espiritual surgido del pueblo (Volk). Históricamente relacionada con la tardía unificación alemana y con acontecimientos traumáticos como la Guerra de los Treinta Años y las guerras napoleónicas, condicionada además por dicotomías como las de «Romanticismo frente a Ilustración», «comunidad frente a sociedad», «lo genuino frente a lo aparente», la base de la identidad alemana y fuente de autoestima nacional estaba en la idea de ser un Kulturvolk («pueblo» o «nación cultural») rebosante de espíritu y vitalidad, antes que un Kulturstaat, una entidad nacional políticamente definida (con el Estado como viga maestra). A Occidente le correspondía el rango inferior propio de la «civilización» (Zivilisation), una categoría negativamente asociada con lo material, lo superficial y lo perecedero, en que lo primordial era el cultivo del frío y escéptico racionalismo, de las efímeras formas, del comercio y de la política. Los países meramente civilizados carecían del componente orgánico y trascendente de la Kultur, y debían contentarse con ser unas cáscaras vacías afectadas por las lacras del cosmopolitismo y el desarraigo, el hedonismo y la alienación.
Lepenies dictamina que el orgullo de los alemanes por su cultura, indudablemente exquisita en muchos aspectos, ha sido una compensación por sus repetidas desilusiones en política. La indiferencia ante la perspectiva de involucrarse en los asuntos de la polis -y el consiguiente ensimismamiento en la esfera de lo privado- se asumió en el siglo XIX como distintivo del «carácter alemán», incluso después de la unificación del país. Según una trillada imagen, Alemania era ante todo una nación de poetas, pensadores y músicos, al tiempo que propendía a ser un Estado formado por vasallos en lugar de ciudadanos. La concepción de lo público estaba dominada por un déficit de realismo y de pragmatismo, al extremo de cundir entre los alemanes un desprecio de la política como arte de lo posible y reino del compromiso. Propio de lo alemán parecía ser el entretejer la política con visiones utópicas y con alguna teoría de salvación general. Aunado todo esto con cierta predilección alemana por las interpretaciones escatológicas de la historia, no ofrecía el país un panorama auspicioso en materia de exaltación de las libertades individuales, de los derechos civiles y de la participación ciudadana. No resultaba extraño, pues, que el coraje cívico, asociado con el principio de la insurrección ante la arbitrariedad del poder establecido, fuese una virtud desconocida por muchos alemanes. Por ende, tampoco era extraño que la República de Weimar, de origen tan precario, suscitase escaso entusiasmo en la población alemana, que en gran parte la consideró una suerte de interregno de cuestionable legitimidad.
El III Reich no representaba la culminación ideal e inevitable de la trayectoria histórica de Alemania, pero tampoco constituía una anomalía. Había en las diatribas de los nazis contra la política (cierta forma de política, se entiende) un signo de continuidad y de congruencia respecto del pasado nacional. No fueron pocos los intelectuales y artistas de la Alemania de entonces que se dejaron seducir por el proyecto nazi, en el que vieron una promesa de restituir el Kulturvolk a su lugar de privilegio. Factores como el culto al líder, la fastuosidad del discurso, la monumentalidad de los propósitos y la parafernalia simbólica y ceremonial activada por los nazis; en fin, todo aquello que autorizó a Walter Benjamin a hablar -desde una perspectiva crítica- de «estetización de la política», era concebido como una glorificación del ethos alemán. Tampoco fueron pocos los que se sintieron decepcionados después de 1933, pero en sus manifestaciones surgidas a raíz de acontecimientos como la quema de libros de ese mismo año, la «Noche de los cuchillos largos» (en 1934) o la «Noche de los cristales rotos» (1938), Lepenius advierte más indicios de decepción estética que moral. Característico es que la actitud de estos personajes, lejos de cualquier atisbo de oposición, se redujese a la desilusión y lo que se conoció como el «exilio interior». En definitiva, con la sustitución de la política por la cultura, hubo una predisposición a aceptar la ausencia de un sentido de moralidad en la esfera de lo público.
A poco de finalizar la guerra, la fórmula del «retorno a Goethe» fue la que mayor resonancia tuvo como antídoto a la crisis nacional. Lo que parecía un curativo era en realidad un síntoma del problema por cuanto revelaba un fallo sustancial en la comprensión de lo sucedido, que exigía un análisis que no eludiese la importancia de lo político; era una recaída en la ilusión de que la cultura podía reemplazar a la política. El novelista Frank Thiess, que no había emigrado de Alemania, sostuvo que la lectura generalizada de las obras de Goethe durante el III Reich había hecho de muchos alemanes unos exilados interiores que no habían caído en la tentación de apoyar al régimen nazi; tesis absurda e irrelevante donde las hubiere: los nazis no habían dudado en utilizar la figura de Goethe, el aprecio de su obra no era un equivalente -ni requisito indispensable- de la condición de disidente, y el pretendido exilio interior no había impedido que el nazismo perpetrase sus atrocidades. La prédica del retorno a Goethe, fundada en una perspectiva que distaba de ser minoritaria, daba a entender que la catástrofe acarreada por el nazismo representaba el fracaso definitivo de la política. Lo que en realidad había fracasado, aparte de la concepción estrecha y reduccionista de lo político (pues también hay una política del despotismo o del totalitarismo), era la actitud típicamente alemana frente a los asuntos públicos, o su afán de subsumirlos en la cultura; en una palabra, su antipoliticismo (que no deja de ser una postura política). En otro punto del espectro de ideas, Thomas Mann, mucho antes de la instauración del III Reich, había acabado por reconocer la importancia de lo político y de lo social como aspectos indispensables de la humanidad.
Precisamente, la figura de Thomas Mann constituye un referente constante del análisis de Lepenies, tanto en términos positivos como negativos. Desde los días de la Primera Guerra Mundial, cuando suscribía el credo antiliberal y defendía la singularidad alemana, enfrentada a la vacuidad de la Zivilisation occidental (Mann sostenía que el militarismo era una costumbre alemana más), el escritor evolucionó hacia un republicanismo que le enajenó la admiración de muchos de sus compatriotas conservadores. Se contó entre los más activos portavoces de los emigrados de la Alemania nazi, y luego de la Segunda Guerra Mundial fue uno de los protagonistas de la controversia que se libró entre los emigrados y los exiliados interiores. Entre otras cosas, estos últimos aseguraban haber hecho mucho más que aquéllos por la supervivencia del espíritu alemán y se arrogaban un mejor derecho para juzgar de lo sucedido. Como fuere, ambos bandos convergían en un mismo punto: la tendencia a sobredimensionar los logros culturales y omitir un genuino análisis político de la catástrofe. Todos ellos, incluido Mann, coincidían en formular interpretaciones profundas y grandiosas de índole apocalíptico-esteticista; ninguno se avino en lo inmediato a pisar el terreno pragmático y modesto de los méritos de la democracia y de la racionalidad occidental. En cierta ocasión, refiere Lepenies, Goethe propuso que los alemanes se prohibieran durante treinta años el empleo de la palabra Gemüt (alma); en 1941, Thomas Mann hizo algo similar con respecto a la palabra Tiefe (profundidad). Sin embargo, él mismo, que nunca se desligó de la creencia de que la esencia de lo alemán residía en la variante germana de Romanticismo, trazó en su novela Doktor Faustus una interpretación que, con su referencia al contenido «trágico» y «demoníaco» de la cultura alemana, es un monumento a la «profundidad» y el antipoliticismo alemanes. (Similar reproche formula Rüdiger Safranski en su libro sobre el Romanticismo.)
epenies evalúa el caso del escritor Gottfried Benn como representativo del «problema alemán». Después de la guerra, Benn consideraba que los intelectuales alemanes habían contribuido a la catástrofe de su país porque no habían sabido mantenerse al margen de la política; no advertía que, por el contrario, la pasividad y la mera repugnancia estética de los intelectuales (cuando la hubo) sólo podían aportar a la perpetuación de un régimen perverso. Benn desdeñaba la democracia y en su ofuscación llegó a pensar que la ruina del mundo occidental se debía no a cosas como los regímenes totalitarios o los crímenes de la SS sino al concepto de zoon politikon, «esa metedura de pata de los griegos». Un documento de su autoría, una carta enviada en 1948 a los editores de la revista Merkur, condensa buena parte de los rasgos característicos de la actitud alemana posterior a la guerra: ausencia de cualquier sentimiento de responsabilidad o arrepentimiento, autocompasión ilimitada y escasa disposición a aprender de las experiencias pasadas. Como en el caso de otros intelectuales alemanes que reflexionaron sobre el reciente desastre, lo único que cuenta en las manifestaciones de Gottfried Benn es el sufrimiento propio, brillando por su ausencia cualquier referencia a la persecución de los judíos y al Holocausto. (Peter Fritzsche, en su libro Vida y muerte en el III Reich, ha destacado que en el imaginario colectivo alemán de posguerra no hubo espacio para el sufrimiento de los judíos, y que los textos de la época solían fundarse en la supresión del conocimiento sobre el destino de los judíos y de su patrimonio en Alemania.)
El exilio interior, con su deliberada elusión de todo compromiso político, venía a ser una forma de autoengaño, así como una técnica para adaptarse a la realidad. No fue muy diferente el expediente al que recurrió la élite intelectual en la RDA, que «aprendió a la perfección el arte de dejarse gobernar» (Wyndham Lewis) y reeditó la fórmula alemana de llevar la vida de un vasallo y sentirse libre a la vez. A diferencia de lo sucedido en otros países gobernados por regímenes comunistas, no hubo en la RDA un movimiento de disidencia política en que los intelectuales ejercieran un papel destacado, y la mayoría de ellos encontró la forma de congeniar con la élite política. En general, intelectuales y artistas fueron espectadores pasivos de la revuelta popular que acarreó en 1989 el colapso de la RDA. Antes y después de esta crucial fecha, los intelectuales de la Alemania oriental hicieron suyo el predicamento de replegarse sobre sí mismos. La RFA, en cambio, presentaba un cuadro más alentador. Lepenies afirma que, en ese país, la cultura «ya no era un ático desde donde se contemplaba con cierto desdén y arrogancia el sótano de la política cotidiana».
El autor, nacido en 1941, ha tenido una dilatada trayectoria académica en Francia, EE.UU. y Alemania. Fue rector del Instituto de Estudios Avanzados de Berlín. Es autor de ensayos como Las tres culturas. La sociología entre la literatura y la ciencia (FCE, 1994) y ¿Qué es un intelectual europeo? (Galaxia Gutenberg, 2008).
-Wolf Lepenies, La seducción de la cultura en la historia alemana. Akal, Madrid, 2008. 254 pp.
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