TEILHARD DE CHARDIN
Enlace: Quién era *Teilhard de Chardin
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(Prólogo de Teilhard a su obra * "El Fenómeno Humano")
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Tal es la situación, impuesta por el don misterioso de la existencia, a todo lo que es elemneto del Universo. Y tal es, por consiguiente, en un grado superior, la condición humana.
Pero, si es verdaderamente tan vital y beatificante conocer, ¿Por qué aún otra vez dirigir con preferencia nuestra atención hacia el hombre? ¿No resulta el hombre suficientemente descrito -y aburrido-? ¿No es, acaso, justamente uno de los atractivos de la ciencia el de apartar y hacer descansar nuestros ojos sobre un objeto que al fin no seamos nosotros mismos? Con un doble título, que le hace dos veces centro del Mundo, el hombre se impone a nuestro esfuerzo por ver, como la clave del Universo. Subjetivamente, en primer lugar, somos inevitablemente centro de perspectiva con relación a nosotros mismos.Habrá sido una ingenuidad, probablemente necesaria, de la ciencia naciente, imaginarse que podía observar los fenómenos en sí, tal y como se desarrollaban aparte de nosotros. Instintivamente, físicos y naturalistas han operado, desde luego, como si su mirada se hundiese en un mundo que su conciencia podía penetrar sin sufrirlo ni modificarlo. Ahora empiezan a darse cuenta de que sus observaciones más objetivas están completamente impregnadas de convenciones elegidas en el origen, y también de formas o hábitos de pensamiento desarrollados durante el despliegue histórico de la investigación. Una vez llegados al fin de su análisis, no saben ya si la estructura que están alcanzando es la esencia de la materia que estudian o el reflejo de su propio pensamiento. Y simultáneamente se dan cuenta de que, por un choque de retroceso de sus descubrimientos, se encuentran ellos mismos comprometidos, cuerpo y alma, en la red de relacoines que creían lanzar desde fuera sobre las cosas: cogidos en sus propias redes. Metamorfismo y endomorfismo, diría un geólogo. Objeto y sujeto se emparejan y se transforman mutuamente en el acto del conocimiento. De grado o por fuerza, desde entonces, el hombre se encuentra y se mira a sí mismo en todo lo que ve. He aquí, desde luego, una servidumbre, pero que compensa inmediatamente una cierta y única grandeza. Es simplemente trivial e incluso penoso, para un observador, transportar consigo, vaya donde vaya, el centro del paisaje que atraviesa. Pero, ¿Qué le ocurre a uno que se pasea si el azar de su camino le lleva a un punto naturalmente ventajoso (crucer de rutas o valles), a partir del cual no solamente la mirada, sinó las mismas cosas irradian? Entonces, al encontrarse coincidente el punto de vista subjetivo, con una distribución objetiva de las cosas, se establece la percepción en su plenitud. El paisaje se descifra e ilumina. Uno ve. Tal parece ser, desde luego, el privilegio del conocimiento humano. No es necesario ser un hombre para percibir objetos y fuerzas "circundándonos" a nuestro alrededor. Todos los animales están aquí lo mismo que nosotros. Pero es peculiar al hombre ocupar una posición tal en la naturaleza a la que esta convergencia de líneas no sea solamente visual, sino estructural. Las páginas que siguen no harán más que verificar y analizar este fenómeno. En virtud de la cualidad y de las propiedades biológicas del pensamiento, nos encontramos situados en un punto singular, en un nudo, que rige la fracción entera del Cosmos, actualmente abierto a nuestra experiencia. Centro de perspectiva, el hombre es al mismo tiempo centro de construción del universo. Por ventaja, tanto como por necesidad, a él es al que finalmente hay que volver a referir toda ciencia. Si, verdaderamente, ver es ser más, miremos al hombre y viviremos más. | |||||
por esto acomodemos correctamente nuestros ojos.
Desde que existe, el hombre está ofrecido como espectáculo a sí mismo. De hecho, desde hace decenas de siglos no se mira más que a sí mismo. Y, sin embargo, apenas si empieza ahora a tomar un punto de vista científico de su significación en la física del mundo. No nos asombremos de esta lentitud en el despertar. Nada es tan difícil de percibir con frecuencia como lo que debería «saltarnos a los ojos». ¿No le hace falta una educación al niño para separar las imágenes que se asientan en su retina acabada de abrir? Al hombre, para descubrir al hombre hasta el fin, le eran necesarios toda una serie de sentidos cuya adquisición gradual, como tendremos que decir, cubre y escande la historia misma de las luchas del espíritu. Sentido de la inmensidad espacial, en lo grande y lo pequeño, desarticulando y esparciendo, dentro de una esfera de radio indeterminado, los círculos de objetos que se estrujan a nuestro alrededor. Sentido de la profundidad, rechazando trabajosamente, a lo largo de series ilimitadas, en distancias temporales desmesuradas, acontecimientos que una especie de gravedad tiende continuamente a reducir para nosotros a una delgada hoja de pasado. Sentido del número, descubriendo y apreciando sin titubear la multitud enloquecedora de elementos materiales o vivientes comprometidos en la mínima transformación del universo. Sentido de la proporción, realizando en la medida de lo posible la diferencia de escala física que separa, en las dimensiones y los ritmos, al átomo de la nebulosa, lo ínfimo de lo inmenso. Sentido de la cualidad, o de la novedad, consiguiendo, sin romper la unidad física del mundo, distinguir en la naturaleza niveles absolutos de perfección y crecimiento. Sentido del movimiento, capaz de percibir los desarrollos irresistibles ocultos en las lentitudes más grandes -la extrema agitación disimulada bajo un velo de reposo-; lo completamente nuevo deslizándose en el corazón mismo de la repetición monótoma de las mismas cosas. Sentido de lo orgánico, por último, descubriendo las conexiones físicas y la unidad estructural bajo la yuxtaposición superficial de las sucesiones y las colectividades. A falta de estas cualidades en nuestra mirada, el hombre seguirá siendo para nosotros, hágase lo que se haga para hacernos ver, lo que es todavía para tantas inteligencias: objeto errático en un mundo inconexo. Que se desvanezca, por el contrario, de nuestra óptica la triple ilusión de la pequeñez, de lo plural y de la inmovilidad, y el hombre adquirirá sin esfuerzo el puesto central que anunciábamos: cumbre momentánea de una antropogénesis que corona una cosmogénesis.
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