EL ENEMIGO JUDÍO – Jeffrey Herf

EL ENEMIGO JUDÍO – Jeffrey Herf: "
EL ENEMIGO JUDÍO - Jeffrey HerfJeffrey Herf (n. 1947) es un historiador estadounidense especializado en la intersección de ideas y política en la Alemania del siglo XX. En el mundo de habla castellana es conocido sobre todo por su ensayo El modernismo reaccionario (Fondo de Cultura Económica, México, 1990): interesante análisis de una corriente cultural alemana que, en tiempos de la República de Weimar y el Tercer Reich, buscaba conciliar el antimodernismo de la tradición romántica y conservadora alemana con la racionalidad de medios a fines plasmada en la tecnología moderna. Fruto de una exhaustiva investigación en fuentes primarias, El enemigo judíoThe jewish enemy», 2006) es un estudio que trata en profundidad el rol del antijudaísmo en la propaganda del régimen nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Más allá de la importancia del antijudaísmo radical en la transición de una política de hostigamiento y segregación a una política de exterminio de judíos, el trasfondo del estudio lo proporciona la relevancia de dicho antijudaísmo en el marco ideológico de la guerra de agresión en que se embarcó la Alemania de Hitler, y en la idea de que el antijudaísmo radical enquistado en la jefatura del régimen no obedecía a simple cinismo manipulador sino a una creencia sincera.


Entre 1941 y 1945 la población de Alemania estuvo diariamente expuesta a la propaganda antijudía radical. En este marco, lo característico del lenguaje público del régimen fue omitir toda información específica sobre la llamada Solución Final, al tiempo que declaraba de manera brutal sus intenciones de exterminar a los judíos. Herf pasa revista a diversos instrumentos por los que se articuló el «consenso antisemita» durante los años de guerra: discursos, afiches, directivas de prensa, publicaciones periodísticas. Singular importancia cobra el diario mural La palabra de la semana Parole der Woche»), suerte de noticiero semanal plagado de imágenes ofensivas de los judíos y los Aliados, con textos breves, simplificadores e impactantes. Obra del Ministerio de Propaganda y de presencia ubicua en el Reich, La palabra de la semana fue, en palabras de Herf, la «forma más indiscreta e invasiva de propaganda visual que haya existido en la vida cotidiana de la Alemana nazi entre 1937 y 1943».

Herf asigna a Goebbels, Ministro de Propaganda, todo el protagonismo que cabe esperar. Pero tan importante es -por lo menos- el papel de Otto Dietrich, Jefe de Prensa del Reich de 1937 a 1945. La gravitación de este individuo en el asunto que nos concierne es proporcional a su proximidad con Hitler: a diferencia de Goebbels, Dietrich se reunía a diario con el gobernante; le entregaba un resumen de noticias provenientes del extranjero y recibía de él las líneas generales de las directivas de prensa que la oficina de Dietrich emitía diariamente a fin de controlar la información que llegaba al público alemán. Estas directivas instruían a la prensa sobre el contenido y la forma de sus artículos (temas, lenguaje, énfasis, fuentes). Dietrich era el canal por el que Goebbels se enteraba de los puntos de vista de Hitler acerca de la información y la propaganda. Al Ministro le estaba vetado impugnar las decisiones de Dietrich sobre las directivas de prensa, y es que éstas plasmaban la voluntad del Führer, quien además se preocupó de blindar la posición de su jefe de prensa. Con todo lo ilustrativo que esto pudiera ser de las rivalidades entre dirigentes y centros de poder estatal en la Alemania nazi, lo cierto es que el área de información y propaganda es una muestra de coordinación eficaz entre oficinas del gobierno con vistas a un objetivo común. Por demás, la importancia de las directivas de prensa y de la maquinaria propagandística del régimen, embebidas del antijudaísmo radical de Hitler, es una medida del peso del Führer en la modelación oficial de la historia y el presente en la Alemana nazi.

El discurso antijudío vertido en la propaganda se sustentaba en una lógica paranoica de inocencia, victimismo y proyección de las propias intenciones agresivas en los otros, particularmente los judíos. Hitler y sus asesores en materia propagandística presentaban una versión bifronte y contradictoria de la realidad: por un lado, una «raza aria» que por su propia superioridad estaba destinada a dominar el mundo; por el otro, Alemania como víctima inocente de las maquinaciones de los judíos. Como afirma Herf, «presuntuosidad y paranoia fueron los dos polos de una ideología fanática». El discurso antijudío en tiempo de guerra, en su empeño de legitimar el esfuerzo bélico y genocida, dejaba sentado que existía una comunidad judía internacional que se afanaba por someter a una inocente Alemania; que en esa comunidad recaía la responsabilidad del inicio y la marcha de la guerra, no en Alemania; y que los Aliados eran unos lacayos de los judíos. El mecanismo de proyección subyacente suponía una perspectiva distorsionada de las relaciones de poder entre Alemania y los judíos, esto es, una inversión de roles tal que convertía a las víctimas del Holocausto en perpetradores de actos criminales. No se deduce de semejante discurso que la enfermedad mental fuese la clave del genocidio. Profesionales competentes, personas en su sano juicio y con un alto nivel de educación, asimilaron a cabalidad el enfoque nazi de los acontecimientos.

Herf enfatiza el hecho de que el antijudaísmo operaba en el régimen nazi no sólo como un motivo propagandístico «al que podía adaptarse todo lo demás» -según rezaba una directiva de prensa emitida en 1943-, sino como un genuino prisma interpretativo de la realidad. No se trataba simplemente de una estratagema con que la jefatura nazi pretendiese engatusar a unas masas crédulas. En sus explicaciones de la realidad, los nazis «rechazaban lo posible a favor de lo paranoico» y ponían el mito en el lugar de la contingencia histórica. Resulta revelador que los nazis no se parasen a pensar en la facilidad con que llevaban a cabo sus políticas antijudías, detalle que por sí mismo demostraba que la idea conspirativa del enorme poder mundial de los judíos carecía de base objetiva. En verdad, la teoría de la conspiración judía era un sistema ideológico hermético, inmune a todo intento de refutación y extrapolable a todo orden de situaciones, sobre todo en el contexto de la guerra. En caso de que surgiese alguna evidencia capaz de desmentir las tesis antijudías del sistema, siempre se podía recurrir al argumento del «mimetismo de los judíos». Los judíos eran unos maestros del disfraz y la (aparente) asimilación, se decía. Lo correcto era hurgar bajo la superficie de los hechos; de este modo se hallarían invariablemente las pruebas del complot judío.

El reverso de todo ello es el carácter distorsionado de la percepción de la realidad por los líderes nazis. El hecho de que los EE.UU. declarasen la guerra a Alemania, por ejemplo, sólo podía ser explicado por la presión ejercida sobre el gobierno estadounidense por los círculos judíos de poder, o por el pretendido filosemitismo del presidente Roosevelt. Asimismo, una alianza tan «antinatural» como la que se produjo entre las potencias occidentales y la URSS se comprendía perfectamente en cuanto se aplicaba la teoría de la conspiración judía mundial. El caso es que la distorsión ideológica de la realidad impedía a los nazis radicales comprender las verdaderas motivaciones y objetivos de sus enemigos, al extremo de subestimarlos y de engañarse sobre sus propias responsabilidades. Como Herf señala, «los líderes nazis llevaron al extremo la capacidad humana del autoengaño y de creer en ilusiones». No se comprende bien el papel desempeñado por líderes nazis como Hitler, Goebbels y Heidrich, o la naturaleza de la guerra desencadenada por el III Reich, sin la motivación antijudía del nazismo, sin la conexión causal trazada por los mismos nazis entre la guerra y los judíos. Quienes orquestaron la campaña contra los judíos creían en lo que decían; creían de verdad que la «cuestión judía» era la clave de la historia mundial. Pero también eran unos mentirosos y unos manipuladores consumados. Cuando hacía falta, inventaban antepasados judíos de los líderes enemigos, o les atribuían tenebrosas conexiones con los judíos. Lo que se advierte en ellos es una combinación de flexibilidad táctica y fanatismo, de cinismo manipulador y coherencia ideológica.

El libro se centra en el discurso propagandístico del régimen nazi sobre los judíos, no en la recepción de este discurso por los alemanes corrientes. Al respecto, el supuesto esencial es que no existe evidencia concluyente sobre el impacto de la propaganda nazi. Lo que se puede asegurar con certeza es que la mayoría de la población alemana estuvo frecuentemente expuesta a la difusión de caricaturas y estereotipos denigratorios de los judíos y a eslóganes como «Los judíos tiene la culpa de la guerra», «Detrás de las potencias enemigas, los judíos», o «Los judíos dejarán de reír», no faltando las declaraciones explícitas sobre el destino reservado a los judíos, con términos tan rotundos como «exterminio» y «aniquilación». En definitiva: no hay datos que demuestren que la mayoría de los alemanes suscribiesen al antisemitismo radical, un mentís a las tesis de Daniel J. Goldhagen. Más bien parece que en Alemania cundía la indiferencia acerca del destino de los judíos (contrastar con planteamientos afines de Ian Kershaw). Un antisemitismo moderado o latente y la apatía eran suficientes para que el odio dinámico de los antisemitas radicales, favorecido por el curso de la guerra, dispusiese de espacio para poner en marcha el Holocausto.

-Jeffrey Herf, El enemigo judío. La propaganda nazi durante la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. Sudamericana/Debate, Buenos Aires, Argentina. 2008. 411 pp.

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