Amores que matan (I)
Amores que matan (I):
Parece ser tópico habitual en cualquier buen romance que los protagonistas del idilio se vean obligados a enfrentarse, de manera más o menos continua, a grandes obstáculos, con el doble objetivo de rellenar páginas y de otorgarle al lector una sensación de triunfo si el amor vence, o un provechoso torrente de lágrimas en el caso contrario. Y siempre hay obstáculos más memorables que otros, protagonistas más interesantes que otros, momentos dignos de banda sonora propia, y finales merecedores de premios y alabanzas variadas.
Cuando hablamos de amores mortales, de aquellos que terminan en trágica muerte, desconsuelo y espanto, siempre surge una pareja de fama ilimitada, la formada por los herederos de las familias enfrentadas Montesco y Capuleto; hablamos, cómo no, de Romeo y Julieta, esos nobles italianos surgidos de la pluma del dramaturgo anglosajón William Shakespeare (aunque en el caso de Shakespeare, casi mejor no poner la mano en el fuego en lo que se refiere a autoría). En lo que se refiere a estos dos tortolitos, se sigue la línea clásica de la tragedia, por la que los lectores son conscientes de que la terrible muerte de los amantes podría haberse evitado con un poco de suerte, algo más de tiempo o simplemente una pizca de inteligencia. Lo mismo podría aplicarse a Tristán e Isolda, o a Píramo y Tisbe, por ejemplo, y a tantas otras parejas cuyo patetismo es, precisamente, lo que más nos afecta, lo que más injusto y frustrante nos resulta. Muchas de ellas son, además, adúlteras, lo que parece proporcionar una dimensión más interesante a su relación, debido a su carácter pecaminoso y prohibido. Podemos mencionar a Paolo y a Francesca, de la Divina Comedia de Dante, que fueron descubiertos y asesinados por el marido de Francesca, al descubrirlos en amoroso abrazo precisamente por haber leído la historia de otra pareja muy literaria y muy adúltera: Ginebra y Lanzarote. ¿Quién no recuerda la triste historia de la reina de las leyendas artúricas, y el muy fiel caballero de la mesa redonda, que se vieron traicionados por su pasión (y por el maléfico Mordred, que los acusó ante el Rey Arturo, a sabiendas del caos que acarrearía)? Aunque Ginebra fue rescatada por Lanzarote justo antes de arder en la pira como castigo por su grave afrenta, su huida sirvió de poco en el mundo revuelto que ellos mismos habían propiciado, y terminaron de manera triste, él perdido en las Cruzadas y ella recluida en un monasterio. Por otro lado, algunas versiones de la leyenda apuntan a que Lanzarote del Lago tuvo un hijo con otra mujer (si bien dejó embarazada a su madre, Elaine, por obra de un hechizo, pensando que yacía con Ginebra), por lo que su pecado tenía un doble filo, como tantas otras leyendas en las que intervienen rivales y terceras personas. Mucho se ha escrito también sobre Marco Antonio y Cleopatra, y sobre infinitos personajes históricos que han inspirado a los escritores para llevar sus propias adaptaciones al papel.
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