¿Cómo se suicidan los escritores?

No todos buscan "vivir del cuento" o buscan la fama cuando deciden terminar con su vida. Es la tristeza profunda o la melancolía que nadie puede entender la que les lleva a quitarse la vida, aparte de otras cosas como idealizar lo que no alcanzan a conseguir o tener...

¿Cómo se suicidan los escritores?:
Siguiendo la línea del artículo ¿Cuántos escritores están locos?, os voy a hablaros de cuántos escritores han sido suicidas y, lo más importante, qué métodos emplearon para reunirse con la Parca.
No resulta demasiado sorprendente constatar que, entre el colectivo de los escritores, hay un buen número de imaginativos suicidas, porque también hay una mayoría de locos.
Además, los escritores acostumbran a ser criaturas especialmente sensibles, volubles, vulnerables e hiperestésicas. Lo son por varios motivos, pero principalmente porque se nutren de su sensibilidad para plasmar historias que conmueven. Y también porque los autores suelen necesitar la palmadita en la espalda para continuar adelante: una pequeña crítica puede ser demoledora.
Como ya os expliqué en ¿Los escritores sólo escriben a cambio de sexo? (I) y (y II), ellos escriben, escribimos, para que nos quieran. Cuando no es así, el escritor sufre hasta límites insospechados.
A todo esto se le suma que en el suicidio siempre subyace lo decadente, y lo decadente es cool en el ámbito literario.
Dicho lo cual, el salto que dio Virginia Woolf hacia las aguas del río Ouse en la primavera de 1941, con los bolsillos cargados de piedras, adquiere otra dimensión. Ni tampoco las muertes de Mishima, Horacio Quiroga o Gabriel Ferrater.
Artaud ingirió una sobredosis de láudano en 1948. Cesare Pavese se envenenó en el Hotel Roma de Turín, nada menos que con 16 sobres de somníferos, en agosto de 1950. Hemingway se disparó un tiro en la boca en julio de 1961. Stefan Zweig se mató en Brasil junto a su secretaria Carlota Altman, con la que se había casado, huyendo de la persecución nazi. Alejandra Pizarnik se suicidó con barbitúricos el 25 de septiembre de 1972. Paul Celan se arrojó al Sena el 30 de abril de 1970. Vladimir Maiakovski se disparó con un revólver el 14 de abril de 1930.
El escritor y antropólogo José Tono Martínez lo justifica así:
Tradicionalmente, ha habido dos grandes mitos, dos experiencias absolutas en las que los artistas se han relacionado de la manera más expeditiva: el impulso amoroso, y la muerte. Son las dos experiencias más radicales con las que uno puede confrontarse, y hay determinados escritores que se han enfrentado a ellas con tanta sinceridad y compromiso, de manera tan profunda, que en ocasiones les ha llevado a buscar la propia muerte.
En 1911, agobiado por la pobreza y los problemas familiares, Emilio Salgari se abrió en vientre con un cuchillo de cocina, algo así como un harakiri gastronómico.
También de aire gastronómico fue el suicidio de Sylvia Plath: tras dejar las tostadas y la leche caliente preparada para sus hijos, selló las rendijas de la puerta de la cocina con trapos, abrió el gas, y metió la cabeza en el horno.
Ya que son escritores y se les da bien lo de componer frases, es natural que los escritores suicidas acostumbren a dejar largas cartas de despedida (no en el caso de Plath, que sólo dejó una escueta nota en la que pedía que se avisara al doctor):
Arthur Koestler, quien se suicidó en 1983 junto a su mujer, Cyntia, tras serle diagnosticada una leucemia, dejó un sincero y emotivo mensaje de despedida para sus amigos que terminaba: “Con la tímida esperanza de otra vida después de la muerte despersonalizada, fuera de los límites del espacio, del tiempo y la materia, fuera de los límites de nuestra comprensión.
Locura, suicidio, literatura… no puedo evitar recordar la memoria perfecta de uno de los personajes, aspirante a escritor, de la entrañable película Jóvenes prodigiosos: era capaz de señalar la fecha y el método empleado para morir de toda clase de suicidas del mundo del cine. Podéis ver el fragmento a continuación:

Vía | Las bibliotecas perdidas de Jesús Marchamalo



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