La modernidad exige una revisión de la naturaleza espiritual del ser humano

La modernidad exige una revisión de la naturaleza espiritual del ser humano: La imagen del hombre en la ciencia moderna, ¿permite hablar de la naturaleza espiritual del hombre? Una atención rigurosa a la imagen científica del ser humano permite distinguir la realidad del “alma” humana. Por otro lado, la doctrina cristiana sobre el hombre puede asumir íntegramente la idea natural del hombre, cuyo único horizonte es la muerte, y situar en la “llamada” sobrenatural de Dios la introducción del ser humano en una condición espiritual que lo relaciona con una dimensión metafísica. Por Javier Monserrat.

La modernidad exige una revisión de la naturaleza espiritual del ser humano


¿Cuál es la ontología moderna de la ciencia y cómo desde ella podemos hoy abordar una hermenéutica apropiada de las creencias, del kerigma cristiano? La hermenéutica antigua produce hoy problemas evidentes que dificultan una proclamación potente y eficaz del kerigma cristiano. Por la inviabilidad del paradigma antiguo, la lógica de la creencia cristiana debía conducir a la iglesia a comprometerse en la búsqueda de una nueva hermenéutica. Sin prejuzgar el resultado, debería dirigir el proceso abierto de discusión sobre el mundo moderno orientado a encontrar la forma hermenéutica correcta para proclamar el kerigma cristiano ante la sociedad actual. Sin duda que las aportaciones de filósofos y teólogos serían enriquecedoras para este proceso de reflexión. En este artículo, ciñéndonos a la idea del hombre, vamos a referirnos a los perfiles antropológicos de la nueva hermenéutica a que debería conducir la nueva imagen de la ontología del universo.

En concreto pienso, sin creer obviamente que haya dicho la última palabra, cosa que sería una ingenuidad, que mi propuesta, ya argumentada en el blog Hacia el Nuevo Concilio, es una reflexión de altura sobre la imagen científico-filosófica y socio-política de la realidad en la modernidad y sobre la alternativa hermenéutica que desde ella se hace posible para entender con mayor profundidad y proclamar el kerigma cristiano. La verdad no conozco que existan otras propuestas que sean comparables a la mía en densidad argumentativa. Pero sería deseable que surgieran, de tal manera que ante una “proliferación de propuestas”, en el sentido epistemológico de Feyerabend, la iglesia cristiana misma pudiera dirigir el proceso reflexivo que, a mi juicio, debiera concluir en el nuevo concilio. Sin embargo, ¿qué es entonces la ontología moderna? ¿Cómo y por qué nos lleva a una nueva hermenéutica del kerigma cristiano?

La presente exposición en su conjunto es una respuesta argumentada a lo que debería ser la nueva hermenéutica moderna del cristianismo. Aquí, evidentemente, trato de insistir en un punto muy concreto que, por mi propia experiencia, tiene un valor crucial para muchos. Me refiero a la constitución humana. A la pregunta qué es el hombre; o sea, cuál es su ontología real dentro de la ontología del universo. En terminología más cristiana preguntaríamos qué es el hombre dentro del universo creado: cómo ha creado Dios al hombre, cómo lo ha hecho en el marco de la forma general en que ha creado el universo. El hecho es que la hermenéutica greco-romana llegó a imponer en la cultura cristiana una imagen dualista del hombre fundada en las filosofías antiguas de origen griego, interpretadas después por la escolástica. Pero el hecho es que el mundo moderno ofrece una imagen monista y evolutiva de la realidad, y también del hombre. ¿Qué es el hombre? Desde la imagen moderna del hombre, si aceptamos los resultados de la ciencia en la modernidad, ¿es posible entender el kerigma cristiano? Creemos que sí, y vamos a exponerlo.

El hombre en la ciencia y en la filosofía moderna: materia y vida

¿Qué debiera hacer la iglesia ante la imagen del hombre en la ciencia moderna? Sugeriríamos una respuesta: simplemente admitir sus resultados por la sencilla razón de que, en principio, la ciencia proporciona el conocimiento más fiable. En principio, el cristiano deberá pensar, por tanto, que el mundo real que ha sido creado por Dios es tal como la ciencia describe. En consecuencia, la reflexión filosófica sobre el hombre deberá asumir los resultados básicos de la ciencia. Pero esta admisión de la ciencia tiene, claro está, un límite para el creyente: el kerigma cristiano. Esto quiere decir que si la imagen científica del hombre no fuera compatible con el kerigma cristiano, entonces el creyente debería ponerla en duda. Es lo que pasó a lo largo de siglos cuando la ciencia ofrecía una imagen “reduccionista” (mecánica, determinista, robótica) del hombre, incompatible con una idea religiosa de las cosas. Esta es una de las causas de que la iglesia permaneciera en el paradigma antiguo: porque la modernidad, tanto en lo científico-filosófico como en lo socio-político, era difícilmente “asimilable” por la iglesia y sus creencias. La iglesia no aceptó ciertos planteamientos de la modernidad “naciente” y la historia posterior ha mostrado que, en efecto, fue un acierto. La modernidad no había llegado todavía a un estadio de madurez apropiado para poder establecer un diálogo fecundo con el cristianismo. Sin embargo, hoy en día está configurándose una nueva imagen científica del universo, de la vida, del hombre, de la sociedad y de la historia, que ya no responden al puro reduccionismo antiguo. ¿Cuál es esta nueva imagen científico-filosófica del hombre? Tracemos, en síntesis, sus perfiles más importantes. Es algo esencial ya que, en definitiva, defenderemos, como después veremos, que es compatible con la imagen cristiana del hombre.

1) El universo nació en el big bang como una inmensa energía expansiva, dinámica, que produjo la aparición de la materia en la forma de partículas elementales. Puede decirse, por tanto, que la realidad física es energía y materia, radiación ondulatoria y corpúsculo. Los corpúsculos serían, en último término, “radiación plegada”. Esta realidad física primordial respondía a unas propiedades que la ciencia ha acabado conociendo en parte, tal como se explica en la mecánica cuántica. Una de estas propiedades es la llamada “coherencia cuántica” que hace a la realidad física constituir campos unitarios coherentes donde es imposible distinguir partículas individuales diferenciadas, siendo la realidad un solo campo de vibración unitaria o coherente. La radiación primordial del big bang fue enfriándose y fraccionándose en pequeñas vibraciones que al plegarse o encapsularse produjeron los corpúsculos o partículas elementales. Algunas de estas partículas, en circunstancias apropiadas, podían entrar en coherencia cuántica (así, las llamadas partículas bosónicas) y, en otras, volver al estado corpuscular, en procesos de coherencia y decoherencia cuántica. La luz, por ejemplo, sería una partícula bosónica (fotón) que podría también entrar en campos electromagnéticos de coherencia cuántica.

Pero el big bang condujo también a otro tipo de partículas (fermiónicas) –electrones, protones, neutrones– cuya forma de vibración (es decir, su “función de onda”, en términos físicos más precisos) no les hacía fácil entrar en coherencia cuántica, manteniendo por ello su independencia y la diferenciación de unas partículas frente a otras. Al relacionarse entre sí estas partículas fermiónicas –de acuerdo con las cuatro fuerzas naturales– se formaron los primeros núcleos atómicos y los primeros átomos. Estos dieron lugar a las moléculas, a las macromoléculas, a la agrupación de materia estelar, al nacimiento de los cuerpos celestes, a los minerales y a los objetos del mundo inorgánico en general. Ahora bien, las interacciones entre estos cuerpos formados por materia fermiónica no respondían ya a las interacciones de la materia primordial (descritas en la mecánica cuántica). Las interacciones de este mundo macroscópico formado por materia fermiónica fueron descritas en la mecánica clásica newtoniana. El mundo clásico es nuestro mundo de experiencia en el que existen objetos y cuerpos diferenciados, macroscópicos, cuyas interacciones no responden por las buenas a las propiedades cuánticas que pertenecen, sin embargo, a la materia profunda que los constituye, ya que toda la materia del universo es la misma y responde a la misma ontología fundamental.

2) Por tanto, la ciencia entiende que toda la realidad física que conocemos proviene de una energía primordial que fue convirtiéndose en materia. Todo cuanto contiene el universo, y el universo mismo, proviene del binomio convertible materia/energía. En este sentido la ciencia tiene un entendimiento “monista” de la naturaleza del universo y de los seres que contiene (todo proviene de un único principio, la materia/energía). Por acción de las fuerzas naturales la materia puede organizarse estructuralmente. Pero las estructuras no son una realidad distinta de la materia/energía sino la forma en que la materia se relaciona consigo misma formando sistemas o cuerpos fermiónicos (estructuras), o incluso sistemas o campos de materia en coherencia cuántica. La ciencia describe así cómo la misma materia primordial produce a) un “mundo cuántico” en que rigen la coherencia cuántica, la superposición cuántica, la indeterminación y la acción a distancia (excusamos aquí el explicar estos conceptos), pero también b) un “mundo clásico” en que las interacciones entre sus cuerpos y objetos son con preferencia deterministas, rígidas, mecánicas (aunque también en el mundo clásico se producen fenómenos de indeterminación, como el caos, o como ciertas “burbujas de indeterminación”, tal como es la superficie de la tierra en que pueden suceder o no suceder muchas cosas).

3) Dejando aparte cuestiones como la explicación más especulativa de la materia (vg. la teoría de cuerdas y supercuerdas) o la naturaleza y origen del universo (que da lugar a diversas teorías), que pueden seguirse en el c. IV de mi obra Hacia el Nuevo Concilio, centrémonos ahora en aquello que tiene más importancia para el entendimiento de la naturaleza humana. Comencemos por la naturaleza de la vida. Los seres vivientes pueden existir porque tienen un “cuerpo clásico”: formado por estructuras físicas estables similares a las puramente físicas, pero distintas precisamente por su forma estructural específica (bioquímica). Los seres biológicos son sistemas físico-químicos que, en principio, presentan una interacción dinámica con el medio y un crecimiento adaptativo que depende de su estructura “cibernética”, transmitida por herencia y en evolución a partir del juego de la codificación genética en el ADN que rige con determinismo los procesos embriogenéticos. El cuerpo de los seres vivos, en las diversas especies animales, aunque dinámico y evolutivo, responde a una gran rigidez mecánica y determinista: gracias a ella puede hablarse del mantenimiento de la herencia y de la estabilidad estructural de nuestros cuerpos. Nos mantenemos de un día para otro y podemos construir nuestras vidas, nuestra biografía, porque la estructura rígida de nuestro cuerpo puede mantenerse de un día para otro. Y esto se lo debemos al determinismo físico que constituye gran parte de la naturaleza y de la biología, y también de la biología humana en continuidad con la evolución de la vida en la tierra.

4) Pero los seres vivos presentan otra propiedad que, en principio, no podemos atribuir al mundo puramente físico: la capacidad de sentir. La biología describió siempre esta propiedad, visible incluso en vivientes unicelulares. Hablando del proceso evolutivo biológico podemos hablar de la aparición de la sensibilidad-conciencia (conciencia en animales superiores). La conciencia es la capacidad de sentir unitariamente el cuerpo y el mundo exterior, por una integración sistémica de los diversos sentidos internos y externos, haciendo posible una reacción unitaria ante el medio (no confundir la conciencia en este sentido biológico con conciencia “moral” o “racional”, que sólo es atribuible al hombre, según cierto uso terminológico). Por la sensibilidad-conciencia y por sus consecuencias causales los seres vivos han ido constituyéndose en sistemas psíquicos con un “sujeto psíquico”. Tienen “psique” porque sus cuerpos constituyen un sistema de sensibilidad-conciencia y un “sujeto” que impulsa las respuestas y que juega un papel determinante en su conducta adaptativa al medio para sobrevivir.

5) La ciencia ha querido explicar las causas que han producido la aparición de este extraño factor biológico, la sensibilidad-conciencia. No ha sido fácil. La explicación de los cuerpos biológicos en el marco físico de la mecánica clásica, como sistemas deterministas, ha sido más fácil. Pero, ¿de dónde viene la sensibilidad-conciencia y lo que constituye la forma de actuación de los seres con “psique”? Cuando la explicación trató de reducirse al determinismo clásico se cayó en el “reduccionismo”. La ciencia, en efecto, fue durante muchos años determinista (y todavía lo sigue siendo en ciertos sectores). Sin embargo, hoy en día la ciencia, por el emergentismo por la neurología cuántica, está construyendo un marco adecuado y convincente, holístico, para explicar la sensibilidad-conciencia. Para hacerlo se postula que debe atribuirse a la ontología propia de la energía/materia que constituye el universo la capacidad de producir sensación. ¿Por qué la materia produce “sensación” o más bien no la produce? No lo sabemos. Pero el hecho es que debemos atribuirle la capacidad ontológica de producir “sensación”. Por otra parte, en el cuerpo biológico y en su sistema nervioso (en el sistema neuronal) los seres vivos habrían ido construyendo evolutivamente las diversas sensaciones, internas y externas, en tiempo real, su registro y su conexión con las respuestas al medio, contando para ello con una estructura cuántica que habría ido formando su nicho en el interior de un cuerpo clásico.

La modernidad exige una revisión de la naturaleza espiritual del ser humano
Entre las propiedades de la actividad psíquica (experiencia holística e indeterminación) y las propiedades de los sistemas cuánticos (coherencia, superposición, indeterminación y acción-a-distancia) existiría un cierto paralelismo que sugeriría la atribución causal del psiquismo a un “soporte cuántico” generado en la evolución. Por ello, los seres vivos estarían producidos mediante el equilibrio entre dos sistemas físicos complementarios; el sistema clásico-determinista de nuestros cuerpos y el sistema cuántico, entreverado en el cuerpo clásico, que constituiría el verdadero “soporte físico” de la actividad psíquica del mundo animal. En este sentido, el sistema nervioso-cerebral sería el soporte en que los seres vivos han ido produciendo en tiempo real las sensaciones-conscientes y en el que las han registrado para reactualizarlas como un “pasado recordado” (Edelman) que sigue influyendo en sus respuestas adaptativas al medio.

El hombre en el proceso evolutivo: el “alma” humana

1) Desde un punto de vista científico la aparición del hombre se ve hoy como un paso más en el proceso evolutivo continuo de la vida animal. En concreto un paso más allá en la evolución de los homínidos. El hombre es un sistema de sensaciones, integradas en la conciencia unitaria, que, como sujeto psíquico, responde al medio de manera similar a como responden los animales superiores. Su mundo sensitivo-emotivo y sus respuestas son registradas en su cerebro, de tal manera que el hombre construye su propia historia, su propio yo biográfico. La estructura biológica funcional humana, con un cuerpo clásico determinista y un sistema de estados cuánticos anidados en ese cuerpo clásico y en su cerebro, es enteramente similar a la de los animales. El hombre es consciente de su propio cuerpo y de su condición de sujeto hacedor de “su vida” en un sin número de situaciones emocionales que constituyen su historia personal. Lo que distingue al hombre del animal es la especificidad psíquica humana diferente de los homínidos: la emergencia de la razón y de un mundo emocional propio del hombre. La razón hace que las respuestas al medio ya no sean automáticas, en alguna manera deterministas (como pasa en el animal), sino que deben estar “mediadas” por los constructos que la razón produce para dar a su vida “sentido” (es decir, una adecuación lo más correcta posible al mundo objetivo en orden a una supervivencia óptima). El hombre se sabe moralmente responsable de su vida, del “sentido” que le ha dado, y se pregunta por medio de la razón cuál es la verdad profunda del mundo que le rodea (desarrolando una compleja tecnología científica para su control) y cuál es la verdad final, metafísica, del universo en que ha sido producida la especie humana. El mundo humano –de la “persona” humana– es el mundo de la cultura, de la estética, de la filosofía, de la ciencia, de las religiones, de la tecnología… Pero ese mundo humano se explica como algo que ha sido construido en el cerebro de una forma cualitativamente distinta e irreductible al comportamiento animal, pero fundada en unos mecanismos similares a los del cerebro animal producido evolutivamente.

2) Según esto, es decir, según los resultados del conocimiento científico sobre la realidad humana, ¿qué es entonces el hombre? Tiene sentido responder diciendo que el hombre está constituido por dos dimensiones nacidas de la profunda unidad real de su ser psicobiofísico. Por una parte distinguimos su “cuerpo” producido por un sistema clásico-determinista (su ADN, sus interacciones bioquímicas y celulares, sus sistemas automáticos, los determinismos cerebrales…) y por un sistema cuántico oscilante-indeterminista que permite su vida psíquica en tiempo real, indeterminista y holística, y la vida mental de los recuerdos en el pasado actualizado por la activación de complejas tramas de redes o circuitos neuronales. El cuerpo biofísico no siempre es el mismo, ya que se transforma dinámicamente, aunque conserve aquellas estructuras básicas que permiten su continuidad. Así nuestro cuerpo es permanente aunque en realidad se transforma. Pero, por otra parte, distinguimos en el hombre algo distinto que podríamos llamar su “alma” (podemos, en efecto, admitir libremente este término). Son las experiencias, los conocimientos, las emociones, las decisiones, los compromisos vitales y metafísicos, las actitudes, las emociones y los sentimientos tenidos ante Dios, todo aquello que, en último término, constituye la historia o biografía personal que cada uno ha construido a lo largo del tiempo, apoyándose en su propio cuerpo, en sus procesos psicobiofísicos a lo largo de los años.

Sin esta historia no habría habido, ciertamente, un “alma”: a saber, el “alma” que el yo personal ha ido dando a su cuerpo a medida que se ha apropiado de sus posibilidades y se ha construido la propia biografía. Así, el “alma” de cada uno es la “vida” que ha sido, que es y que será construida por cada hombre. El alma es intangible en un momento concreto. En cada tiempo nuestra “alma” está enraizada biológicamente en nuestro cerebro: en nuestros engramas y circuitos neurales que nos permiten pensar, tener emociones y recuerdos, ser conscientes de nuestro propio yo. Pero en su conjunto nuestra dimensión anímica no se identifica con el cuerpo en un momento dado (pensemos en un enfermo de Alzheimer). Cuando el cuerpo se desmorona y las redes neuronales que nos permitían pensar, sentir y ser nosotros mismos, se desvanecen, al llegar a la vejez, en alguna manera nuestra “alma” se de-construye en el aquí y ahora. En esta lamentable situación, por el estado de nuestro cuerpo, tal como solemos comentar en el lenguaje ordinario, “ya no somos nosotros mismos”. Sin embargo, nuestra alma intangible ha sido producida por nosotros y ha sido real en nuestro cuerpo a lo largo de años y años: nuestro cuerpo ha ido dando realidad a nuestra alma. La historia vivida de nuestro ser personal es algo que está ahí aunque ya no sea tangible neurológicamente. La historia humana en su conjunto es también ese algo intangible que ha sido producido por el alma de muchas vidas humanas. Nuestra alma está ahí, pero también está ahí el alma de la historia humana.

3) Pero, al morir, ¿qué será de nuestros cuerpos? ¿Qué será del alma que hemos sabido crear libremente con nuestros cuerpos? ¿Qué será de nuestra realidad humana? Lo que la ciencia nos dice depende de los conocimientos producidos por ella y responde con toda objetividad y frialdad: al morir nos espera simplemente la muerte, la corrupción de nuestro cuerpo mortal y la desaparición de nuestra alma. El cuerpo se ha ido ya corrompiendo poco a poco a lo largo de la vida. Nuestra alma también ha ido pasando por un proceso de desmoronamiento: la enorme riqueza existencial vivida en nuestra alma, en nuestra vejez, apenas se recuerda, y ni siquiera existen las redes neurales que soporten el recuerdo de los conocimientos y las emociones vividas. Llegamos a un estado en que ni nosotros mismos nos recordamos. Los otros hombres apenas nos recordarán. De la historia real vivida por la especie humana, apenas quedará un recuerdo que sea capaz de hacer revivir la verdadera grandeza de lo que fue la historia de los hombres. Esto es lo que nos cabe esperar de acuerdo con el mundo natural que ha sido creado por Dios y que conocemos por la ciencia.

4) Entonces, al morir, ¿todo desaparece? Eso es exactamente lo que dice la ciencia. Apenas quedará el tenue recuerdo que las nuevas generaciones tengan de la historia pasada. Por consiguiente, la ciencia y la cultura de la modernidad, ¿no conoce una entidad humana inmortal por sí misma? ¿No descubre en la realidad humana algo que de por sí deba obligarnos a pensar que el hombre es inmortal? La respuesta es que la ciencia no descubre ninguna entidad a la que podamos atribuir la inmortalidad (eso de que nuestra inmortalidad es el recuerdo que dejamos en os demás no pasa de ser un consuelo ingenuo e infantil). La ciencia no tiene argumentos para afirmar la existencia de una entidad similar a lo que fueron las formas platónicas o aristotélicas, a las que por su propia naturaleza, por su propia ontología, se les debía atribuir la inmortalidad, la permanencia más allá de la muerte. Así, el “alma” que la ciencia puede reconocer que el hombre ha construido a lo largo de su vida, no será un “alma inmortal”, ya que desaparecerá por el dinamismo evolutivo del mundo. La vida nos permite construir algo grandioso que es el “alma”, la formidable historia personal de todo ser humano: pero la vida que conoce la ciencia en el contexto del universo evolutivo que habitamos no tiene otro futuro que la muerte y el olvido. Así es objetivamente y la ciencia debe reconocerlo sin titubeos.

La inmortalidad cristiana del alma desde el nuevo paradigma

1) Por consiguiente, la ciencia no conoce una entidad que por su propia ontología fuera “inmortal” (como era el alma aristotélica entendida en el sistema tomista). El hombre, en su cuerpo y en su alma, está naturalmente abocado a la muerte y al olvido. ¿Es esta manera de pensar aceptable para el cristianismo? Es claro que el kerigma cristiano contiene la creencia en la inmortalidad del “alma” humana. Parece, por tanto, existir, en principio, una cierta contradicción entre el nuevo paradigma de la ciencia en la modernidad y las creencias más propias del cristianismo. ¿Es realmente así?

2) Ciertamente esta contradicción existiría si la inmortalidad del alma en sentido cristiano debiera depender de, o se fundara en argumentos científico-filosóficos que conocieran una inmortalidad natural. Pero no es así. La creencia cristiana en la inmortalidad del alma no se funda en la filosofía sino en el reconocimiento de la existencia de una “llamada” de Dios. El hombre natural, dentro del proceso evolutivo del mundo, como describe la ciencia en función de las evidencias objetivas, ve cómo emerge la razón, así como el cuestionamiento cognitivo y emotivo-sentimental sobre el sentido de la vida y de lo metafísico. Por su pura naturaleza en el mundo, el hombre sólo puede esperar la muerte en el sentido explicado. Pero está ya abierto por su razón a la búsqueda del sentido último de su existencia por el cuestionamiento de la dimensión metafísica fundante de la realidad. Y esta apertura racional a lo metafísico sí está justificada y argumentada en la descripción científico-filosófica del hombre en el mundo. Por ello el hombre natural tiene las condiciones psíquicas, ratio-emotivas, para plantearse el problema de lo metafísico (como en realidad sucede) y para ser objeto personal de una posible apelación divina. Pues bien, la fe cristiana nos dice que este hombre natural ha sido ya desde siempre objeto de una llamada sobrenatural o apelación divina a creer y aceptar la existencia de un Dios que ha creado el universo como proyecto de salvación del hombre. De salvación del alma humana individual y de salvación de la historia. El hombre natural está preparado para recibir esta apelación, para aceptarla e integrarse en ella con fe y esperanza, o para rechazarla. Es una llamada que la teología cristiana ha entendido siempre como “sobrenatural”, en el sentido de que el hombre “natural” situado en el mundo (ya hemos visto cómo lo describe la ciencia y qué se puede esperar) no cuenta con esa “llamada” (podría no darse) y no puede ser exigida en ningún sentido natural.

La modernidad exige una revisión de la naturaleza espiritual del ser humano


3) El reconocimiento de la existencia de esta llamada o apelación divina forma parte del kerigma cristiano y ha sido explicada a través de la teología de los tres testimonios, o del “testimonium veritatis”. ¿Cómo llama Dios al hombre? La obra del Padre, la obra de Dios en la Creación, es ya una llamada a la razón del hombre a conocer la posible existencia real de un Dios que podría esconder un proyecto de salvación (testimonio del Padre). El hombre, además, es llamado por el Misterio de Cristo a creer en la kénosis de Dios en el mundo como preludio de la resurrección gloriosa, creencia a la que tiene acceso implícito todo hombre al creer en el poder salvador de Dios, a pesar de su lejanía y de su silencio en el mundo (testimonio del Hijo). Por último, todo hombre es objeto de la presencia sobrenatural del Espíritu de Dios, del Espíritu Santo, que llama interiormente y nos mueve a creer en el Dios Creador y en el Dios del Misterio de Cristo, oculto/liberador, ya que el Espíritu Paráclito es el Espíritu del Padre y el Espíritu del Hijo, dentro de la unidad solidaria de la obra trinitaria en la creación y en la salvación del hombre. Este “testimonio” ha sido expuesto a lo largo de mi obra Hacia el Nuevo Concilio.

4) Por tanto, ¿quién es el hombre en el mundo? Es el que describe la ciencia: el hombre que por su propia naturaleza en un universo evolutivo no tiene otro futuro previsible que la muerte y el olvido. Pero cuando este hombre natural recibe de una forma sobrenatural el testimonio trinitario, armónico y solidario, del Padre, del Hijo y del Espíritu, puede abrirse a la fe y a la esperanza de que su “alma” será “salvada” por Dios. Pero no sólo su alma, sino el “alma” de toda la historia humana. En este sentido su alma no morirá porque, aun atravesando el inevitable trance natural de la muerte, será “salvada” por Dios de acuerdo con el plan creador que adquiere su sentido en el eterno logos cristológico de la creación. Por ello, para el cristiano, la vida natural no desaparece, sino que se transforma por obra de la potencia salvadora de Dios. En este sentido el alma humana es inmortal, no muere en realidad (aunque muera) porque la vida se transforma en la nueva vida del “alma” salvada por Dios. Esto quiere decir que para la fe cristiana el fundamento para creer en la inmortalidad del alma es la respuesta creyente a la llamada de Dios que se proclama en el kerigma cristiano. Sabemos que somos inmortales, que en realidad no moriremos, porque nuestra alma se transformará en una vida nueva obrada por el poder “omnipotente” del mismo Dios creador del universo.

5) Quizá a alguien le parecerá que afirmar la existencia de un “alma inmortal” por su propia ontología, conocida ya por la razón y que la ciencia pudiera confirmar, sería mucho más “seguro”. Esto es lo que hacía el paradigma antiguo. Pero debemos pensar que el mundo real, el mundo creado por Dios, es como nuestra razón nos permite conocer en la actualidad. Y el hecho es que la reflexión científico-filosófica no nos permite argumentar la existencia de un “alma inmortal” por su propia ontología. Debemos aceptarlo y, por ello, entender el kerigma cristiano en conformidad con las propiedades del mundo real, tal como ha sido creado por Dios y la ciencia nos describe. Esto es lo que significa entenderlo de acuerdo con el paradigma de la modernidad. Pero entonces, ¿imposibilita este paradigma la creencia cristiana en la inmortalidad del alma, tal como proclama el kerigma cristiano? En absoluto. El cristiano cree en la inmortalidad de su alma y del alma de la historia a) porque ha sido llamado por Dios a esa inmortalidad y lo acepta y b) porque confía en la potencia salvadora del Dios todopoderoso que ha creado el universo y lo sostiene en el ser. Ahora bien, ¿cómo realizará Dios la salvación del alma haciéndola entrar en su condición “inmortal” por gracia divina? No lo sabemos, pero la fe cristiana que se adhiere a Jesús en el kerigma proclamado por la iglesia, lo cree: la fe confía en la omnipotencia divina que se ha manifestado ya en el esplendor de la naturaleza creada.

Tampoco el paradigma antiguo podía explicar cómo Dios asumía en la inmortalidad transcendente el alma inmortal que se describía en los sistemas escolásticos. Durante siglos, la escolástica trató de entender cómo un alma, la “forma corporis” desmaterializada, universal, podía hacer entrar en la inmortalidad al “individuo personal”. Los problemas conceptuales de la llamada “escatología intermedia” fueron interminables, y en el fondo insolubles. En último término se recurría también a la postulación del poder salvador de Dios para explicar cómo y por qué el ser personal del hombre era salvado tras la muerte. Pues bien, la postulación del poder salvador de Dios es también, en el paradigma de la modernidad, el fundamento para creer que el alma humana entra en la inmortalidad. No sabemos cómo Dios crea el universo y ni siquiera conocemos la ontología profunda del ser de Dios; no conocemos lo que es el universo, ni la ontología profunda de la materia, del espacio y del tiempo, ni su relación con la ontología de la Divinidad; y tampoco conocemos cómo Dios puede hacer “inmortal” nuestra “alma” individual con la riqueza de su historia personal construida en el tiempo. Pero el estar llamados por Dios por el testimonio del Padre, del Hijo y del Espíritu fundamenta nuestra fe y nuestra esperanza en la inmortalidad que será realizada por la omnipotencia salvadora del Dios en que los cristianos creemos. Es un hecho que el hombre quisiera vivir en la absoluta seguridad, dominando por el conocimiento el pasado, el presente y el futuro del universo. Pero debemos atenernos a los hechos y estos imponen la incertidumbre. El ateo vive en la incertidumbre sobre el fundamento final del universo. El creyente tampoco tiene un dominio absoluto sobre el conocimiento de Dios. Pero el creyente confía en el poder de Dios y por ello cree en que Dios obrará la salvación de su alma porque nos ha llamado y nos ha prometido la salvación en Jesús.

6) Esta idea de la inmortalidad del alma permite entender también otros aspectos del kerigma cristiano. Por una parte, la creencia en la inmortalidad personal inmediata tras la muerte y el juicio personal. Por otra parte, la creencia en la resurrección final de los cuerpos y el Juicio Final en que Dios juzgara a cada uno y a la historia en su conjunto. Tras la Parusía, con la segunda venida de Cristo, aquellos que hayan sido salvados por la omnipotencia divina, tras la resurrección final dfe los cuerpos, entrarán en la Nueva Jerusalén, en la morada final de Dios con los hombres de que nos habla el Apocalipsis, como rezan las creencias proclamadas en el kerigma cristiano. ¿Cómo se realizará todo esto? La verdad es que la fe cristiana está llena de oscuridad. En la fe se aceptan cosas que no atisbamos a entender cómo podrán llegar a hacerse realidad por obra de la omnipotencia divina, aunque se crea firmemente que sucederán. Sabemos por experiencia cómo es el tiempo del mundo, pero no sabemos cómo es el “tiempo” de Dios. No conocemos las diferencias entre el “más acá” de nuestra historia y el “más allá” de la vida divina transcendente. Por ello, es dificil entender qué serán esos extraños “estados intermedios” entre la salvación y el juicio individual, tras la muerte, y la resurrección en el día del Juicio Final al final de la historia (y aquí hablamos, claro está, de la “historia” en nuestro “tiempo humano”).

7) La hermenéutica que la teología cristiana hizo del kerigma cristiano dependió en muchos aspectos de la ontología y de la antropología del paradigma greco-romano. Es claro en muchos de los conceptos utilizados para “aclarar” la teología trinitaria y los grandes dogmas cristológicos (acerca de la persona de Cristo), tal como se formularon en los primeros concilios. Pero, al situarse el cristianismo en el paradigma de la modernidad, que implica una nueva ontología sobre el universo creado por Dios y una nueva antropología (por ejemplo, un nuevo entendimiento o hermenéutica de la inmortalidad del “alma humana”, como hemos visto), entonces la teología deberá examinar la forma de “afinar” la dogmática tradicional. Es inevitable que el paradigma de la modernidad abra para la teología un programa de estudio de gran transcendencia. Si nos ceñimos a la antropología (a la forma de entender la naturaleza humana, su dimensión corporal y anímica, así como la inmortalidad del alma) lo que hemos venido diciendo es perfectamente compatible con la liturgia católica de difuntos, con la dogmática sobre la Asunción de la Virgen o con los principios de la dogmática cristológica. Es claro que muchos conceptos antiguos (vg. el de “persona”, esencial en la teología trinitaria y cristológica) podrán ser asumidos. Así también otros muchos. Pero en todo caso es claro que la teología deberá revisar muchos de sus enfoques hermenéuticos antiguos a la luz de la nueva ontología en el paradigma de la modernidad. Esta revisión será laboriosa, ciertamente, pero posible e inevitable. La elaboración de la teología antigua, bajo la inspiración del paradigma greco-romano, también duró muchos siglos, en realidad hasta la actualidad. Hemos visto aquí, en concreto, cómo la ontología del nuevo paradigma conduce a una nueva forma de entender la inmortalidad del alma en sentido cristiano.

Conclusión

1) Pero pensemos algo más desde el punto de vista cristiano; o sea, desde la teología católica. El universo, el hombre y el plan de salvación, han sido creados por Dios como pura Gracia. Dios ha creado por Gracia, como un Don de su libre voluntad. Pero los hechos (nuestro conocimiento del universo real creado por Dios, tal como lo vemos desde la cultura de la modernidad) nos dicen que Dios ha creado un mundo autónomo. Es un universo donde el hombre racional, abierto a lo metafísico como enigma, puede conjeturar la existencia de Dios, pero puede conjeturar también que el universo fuera puramente mundano, sin Dios. Así, sobre el hombre “natural” no pesa la “imposición” necesaria de la realidad divina. Vive en un universo metafísicamente enigmático y autónomo que no excluye tener una explicación final sin Dios. Así ha querido Dios crear el universo. Por ello el hombre, por su condición natural, aunque construya una historia personal, un “alma” formidable, no puede esperar con seguridad más que la muerte y el olvido, como antes decíamos. Dios, por Gracia, ha creado un mundo autónomo donde el hombre “natural” no puede exigir a Dios. Sin embargo, a ese hombre situado en una historia natural Dios le ha llamado por una irrupción “sobrenatural” (que la historia evolutiva del mundo natural no puede esperar, producir ni exigir). Esta llamada se manifiesta por la concordancia entre el testimonio del Padre (la naturaleza creada), del Hijo (el Misterio de Cristo que nos dice que el mundo natural creado lo ha sido en el logos cristológico que funda la autonomía y la libertad de la historia humana) y del Espíritu Santo (la fuerza interior del Espíritu en el ‘espíritu’ del hombre). Hacemos estas observaciones para que se advierta que la imagen del hombre que la ciencia nos describe en la modernidad, no sólo permite entender de una forma nueva y más profunda la inmortalidad del alma en la teología cristiana, sino que también permite profundizar en otros temas clásicos del kerigma y de la dogmática cristiana, como son la teología de la Gracia y la distinción entre lo “natural” y lo “sobrenatural”, estrechamente relacionada con ella, así como con la teología cristiana del demérito sobrenatural (pecado) y el mérito sobrenatural (santidad).

2) Esta manera de entender la inmortalidad del alma en sentido cristiano –como una consecuencia de nuestro conocimiento de cómo ha creado Dios el mundo– debe llevarnos a considerar que esta llamada profunda de Dios que nos interpela en el interior de nuestro espíritu de forma sobrenatural, no delimitable como cualquier otro factor natural controlable objetivamente, acompaña desde siempre a la especie humana y no es algo que pueda darse o no darse. El kerigma cristiano nos dice que Dios se ha donado desde siempre a todos, a cada uno de los hombres, de tal manera que está llamada sobrenatural forma parte de nuestra condición de creaturas en el mundo (no sólo afectados por factores naturales, sino también sobrenaturales). Por ello, se puede decir en cristiano que esta presencia sobrenatural de Dios ha sido un factor real que ha influido sin duda en la evolución de nuestra especie, civilizando al hombre por la llamada interior que de manera imperceptible pero constante ha movido al hombre a sentir el enigma metafísico de la existencia y a comprometerse ante él. La presencia de Dios como Espíritu en la historia es “sobrenatural”, ciertamente, pero “real”, aunque no pueda ser fijada como un hecho natural como los otros. Sin duda, y así lo cree el cristianismo, Dios produce una experiencia real que se ha denominado “mística” o misteriosa. Esta presencia de Dios en el alma humana es esencial para entender la idea cristiana de “alma espiritual”. Como hemos dicho, el hombre construye su alma, su propia biografía e historia personal, en el curso de su vida natural. Pero el hombre natural que ha construido su propia alma es apelado por la llamada interior del Espíritu de Dios en su alma natural: por esta presencia entra el alma natural en la dimensión de lo divino y se constituye en el “alma espiritual”, afectada por lo divino y llamada a la transcendencia. Esta llamada de Dios afecta a todo hombre desde siempre y constituye nuestro ser humano. Es una presencia de lo divino que siempre ha estado en el hombre y que, por ser algo real aunque no sea detectable como un factor meramente natural, ha influido en el proceso abierto de hominización, humanización y “civilización” de la especie humana por su apertura a la transcendencia.

3) No me cabe duda de que la idea del hombre dualista ha calado profundamente en la manera de pensar de muchos teólogos, y, por descontado, en la sensibilidad de los creyentes cristianos populares. Incluso hoy en día, en que la misma iglesia ha hecho una “adaptación ad hoc” en este punto y no urge el dualismo como en otros tiempos, el dualismo sigue ahí y es como un punto crucial del que muchos no acaban de salir. Lo que los científicos piensan acerca de la idea que los creyentes tienen sobre el hombre se enmarca también en el dualismo. Es lo que yo he visto con frecuencia. Mi experiencia personal me ha hecho ver además cómo en ciertos ambientes católicos, todavía hoy, el defender, por ejemplo, el emergentismo como idea científico-filosófica del hombre más probable significa que de inmediato eres puesto bajo sospecha y eres marginado (se pone en cuestión incorrectamente tu ortodoxia cristiana, aunque no se atrevan a decírtelo abiertamente). Sin embargo, la doctrina teológica esencial del cristianismo sobre el hombre no es necesariamente dualista (aunque lo fue durante siglos). Lo que en absoluto debe salvaguardarse para mantenernos dentro de la idea del hombre en la fe cristiana es perfectamente compatible con la imagen actual del hombre en la ciencia. A esta cuestión me referiré más extensamente en un próximo artículo.

El presente artículo fue publicado originariamente en el blog Hacia un Nuevo Concilio.


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