“En el mundo hay 45 millones de ciegos evitables”
“En el mundo hay 45 millones de ciegos evitables”:
El lujo del hotel no casa bien con una entrevista con el cofundador de una ONG, pero Borja Corcóstegui lo defiende porque les hacen “muy buen precio” para la “cena recaudatoria” que tiene por delante: cubiertos a 600 euros para financiar Ojos del Mundo —“o Ulls del Món o Eyes of the World, somos internacionales”—, dice este oftalmólogo de 62 años, tan viajero como la organización: nacido en San Sebastián, criado en Bilbao, con años de estudio en EE UU y Reino Unido y, finalmente, asentado en Barcelona. Sin contar los periódicos desplazamientos a África y América con su proyecto humanitario.
Corcóstegui habla con pasión de un proyecto que nació hace 12 años casi por casualidad. “Rafael Ribó, el político [es Defensor del Pueblo catalán], vino con desprendimiento de retina, le operamos y me dijo: ‘Esto de volver a ver bien es fantástico, tenemos que hacer algo”. Aquel entusiasmo les llevó al campamento saharaui de Tinduf. “Había cantidad de problemas oftalmológicos, y montamos las primeras comisiones [grupos itinerantes] de trabajo”.
Aquel modelo fue creciendo, y hoy día se centra más en formar profesionales locales que en enviar a médicos y otros especialistas desde España. “En Mozambique y en Bolivia hemos tenido muy buenos resultados. Los saharauis cuando vienen quieren quedarse en España; les cuesta volver ahí, con lo complicada que es su situación, en medio del desierto, pero a los otros no. En El Alto, en el sitio más pobre de Bolivia, tenemos una clínica muy correcta incluso para los estándares de aquí. Si se hace algo, hay que hacerlo bien, de una manera profesional”, dice.
En aquellos primeros viajes, Corcóstegui se puso cara a cara frente a una realidad terrible. “En el mundo hay 45 millones de ciegos evitables; personas con cataratas que cuando vuelven a ver son todo agradecimiento. Es apasionante, e incluso embarazoso, pero hay que dejarles que te abracen o te besen. Hay que dejarse querer. Es su manera de mostrar su alegría y no puedes quedar como un engreído”.
El oftalmólogo ya no viaja tanto como antes, pero le gusta hacerlo. “La familia no es problema. Mi mujer me compaña y me ayuda. Es enfermera de formación, aunque luego se ha dedicado a otras cosas. Hasta Ribó echa una mano. Cuando viene, le pongo una bata y le encargo echar gotas para el glaucoma. La gente le llama doctor, aunque él no lo es. Todo el que quiere hacer algo puede ayudar”, dice.
Ese convencimiento de que para ser útil lo primero es proponérselo le lleva a asegurar que cuando se jubile del IMO (Instituto de Microcirugía Ocular) de Barcelona quiere seguir ayudando a la ONG. “No soy de los que quieren trabajar hasta caerse muertos. Como dicen los italianos, hay que retirarse in belleza, cuando todavía se está bien. No me gusta acaparar un puesto”, dice.
El agua con gas es una excusa para la charla. Corcóstegui apenas tiene media hora antes de una reunión y la cena, a la que asisten la ministra de Sanidad, Ana Mato, y personas que apoyan a la ONG, como los suizos que acuden cada año para demostrar su solidaridad. El proyecto, que llegó a contar con dos millones anuales, sufre también la crisis, y este año tiene solo 1,4 millones, así que hay que cuidar a los filántropos. Una reunión con ellos —a la que va a llegar 10 minutos tarde— le espera. “Pero el agua me ha venido muy bien”, se despide.
El lujo del hotel no casa bien con una entrevista con el cofundador de una ONG, pero Borja Corcóstegui lo defiende porque les hacen “muy buen precio” para la “cena recaudatoria” que tiene por delante: cubiertos a 600 euros para financiar Ojos del Mundo —“o Ulls del Món o Eyes of the World, somos internacionales”—, dice este oftalmólogo de 62 años, tan viajero como la organización: nacido en San Sebastián, criado en Bilbao, con años de estudio en EE UU y Reino Unido y, finalmente, asentado en Barcelona. Sin contar los periódicos desplazamientos a África y América con su proyecto humanitario.
Corcóstegui habla con pasión de un proyecto que nació hace 12 años casi por casualidad. “Rafael Ribó, el político [es Defensor del Pueblo catalán], vino con desprendimiento de retina, le operamos y me dijo: ‘Esto de volver a ver bien es fantástico, tenemos que hacer algo”. Aquel entusiasmo les llevó al campamento saharaui de Tinduf. “Había cantidad de problemas oftalmológicos, y montamos las primeras comisiones [grupos itinerantes] de trabajo”.
Aquel modelo fue creciendo, y hoy día se centra más en formar profesionales locales que en enviar a médicos y otros especialistas desde España. “En Mozambique y en Bolivia hemos tenido muy buenos resultados. Los saharauis cuando vienen quieren quedarse en España; les cuesta volver ahí, con lo complicada que es su situación, en medio del desierto, pero a los otros no. En El Alto, en el sitio más pobre de Bolivia, tenemos una clínica muy correcta incluso para los estándares de aquí. Si se hace algo, hay que hacerlo bien, de una manera profesional”, dice.
En aquellos primeros viajes, Corcóstegui se puso cara a cara frente a una realidad terrible. “En el mundo hay 45 millones de ciegos evitables; personas con cataratas que cuando vuelven a ver son todo agradecimiento. Es apasionante, e incluso embarazoso, pero hay que dejarles que te abracen o te besen. Hay que dejarse querer. Es su manera de mostrar su alegría y no puedes quedar como un engreído”.
El oftalmólogo ya no viaja tanto como antes, pero le gusta hacerlo. “La familia no es problema. Mi mujer me compaña y me ayuda. Es enfermera de formación, aunque luego se ha dedicado a otras cosas. Hasta Ribó echa una mano. Cuando viene, le pongo una bata y le encargo echar gotas para el glaucoma. La gente le llama doctor, aunque él no lo es. Todo el que quiere hacer algo puede ayudar”, dice.
Ese convencimiento de que para ser útil lo primero es proponérselo le lleva a asegurar que cuando se jubile del IMO (Instituto de Microcirugía Ocular) de Barcelona quiere seguir ayudando a la ONG. “No soy de los que quieren trabajar hasta caerse muertos. Como dicen los italianos, hay que retirarse in belleza, cuando todavía se está bien. No me gusta acaparar un puesto”, dice.
El agua con gas es una excusa para la charla. Corcóstegui apenas tiene media hora antes de una reunión y la cena, a la que asisten la ministra de Sanidad, Ana Mato, y personas que apoyan a la ONG, como los suizos que acuden cada año para demostrar su solidaridad. El proyecto, que llegó a contar con dos millones anuales, sufre también la crisis, y este año tiene solo 1,4 millones, así que hay que cuidar a los filántropos. Una reunión con ellos —a la que va a llegar 10 minutos tarde— le espera. “Pero el agua me ha venido muy bien”, se despide.
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