El descubrimiento del siglo

El descubrimiento del siglo:
Como cada mañana, la del día 5 de este pasado mes de abril, la filóloga italiana Marina Molin Pradel se hallaba en la Biblioteca del Estado de Baviera, examinando la colección de manuscritos griegos del célebre banquero renacentista alemán Jakob Fugger. Lo que allí encontró ha sido calificado por L’Osservatore Romano como “el descubrimiento del siglo”.
Se trata nada menos que de veintinueve homilías de Orígenes, uno de los principales Padres de la Iglesia (y, sin duda, el más controvertido). El hallazgo se produjo al escrutar un manuscrito bizantino del siglo XI, el códice “Monacense Greco 314”, propiedad del rico banquero germano. La erudita italiana se dio en seguida cuenta de la extraordinaria semejanza entre los comentarios a los sermones que recogía el códice y algunos que conocía de una traducción latina del teólogo cristiano. Efectuada la comparación, corroboró el parecido entre unos y otros hasta establecer que se trataba, en efecto, de homilías salidas de la pluma de Orígenes. Pero ¿cuál es la importancia del descubrimiento de Pradel?
En primer lugar, se trata de documentos procedentes del teólogo egipcio, uno de los hombres más destacados de su tiempo. Nacido a fines del siglo II, Orígenes desarrolló su tarea durante la primera mitad de la siguiente centuria. Su importancia fue básica a la hora de dotar al cristianismo de una estructura filosófica solvente, capaz de enfrentarse al paganismo con garantías.
Como hombre extraordinariamente culto, se calcula que escribió alrededor de unas dos mil piezas a lo largo de su vida, que tuvieron un innegable impacto en el mundo de su tiempo. Perteneció a la escuela de Alejandría, establecida en esa ciudad por el estoico siciliano Panteno más tarde convertido al cristianismo- por las fechas en las que nacía el propio Orígenes, que, junto con Clemente, fue su más destacado pensador. Pero Orígenes los superaría en brillantez a todos.
Emasculado, errado y mártir. Desde su infancia, las cosas le fueron difíciles. Era apenas un joven imberbe cuando vio morir a su padre en la persecución anticristiana de Septimio Severo, y él mismo sucumbiría en 254 a consecuencia de las torturas sufridas durante la de Decio. Su talento fuera de lo común le granjearía muchas enemistades, y quizá tuviera que ver con la censura a la que vio sometidos sus escritos, eliminados tras el Concilio de Constantinopla, que condenó su obra en el año 553.
No cabe duda de que fue un hondo conocedor de la Sagrada Escritura, algo que se le sigue reconociendo hoy día. Aunque la interpretación de los Evangelios -y de la Biblia en su conjunto- varió con el tiempo, su honestidad está fuera de toda duda. De hecho, en su primera juventud, y tras sufrir un irreprimible rapto de misticismo, Orígenes se emasculó interpretando literalmente el pasaje de san Mateo en el que este recoge la frase de Cristo referente a aquellos que “se hacen eunucos a sí mismos por razón del reino de los cielos”.
Tan drástica decisión sería censurada agriamente por el propio Orígenes años más tarde, reconociendo haber cometido una equivocación de primer orden. Pero no había sido el cristianismo el que le indujo a ello, sino que había buscado en el Evangelio la justificación de un desprecio por el cuerpo que procedía, en realidad, de las enseñanzas neoplatónicas de su maestro Amonio Sacas.
Pese a lo dicho, es cierto que Orígenes siempre mantuvo una actitud un tanto ambivalente al respecto de la materia, puesto que afirmaba que solo liberándose del cuerpo era como el alma se asemejaba a Dios. Porfirio, un discípulo de Plotino, le echaba en cara que “vivía como un cristiano y pensaba como un griego”.
Orígenes fue muy importante para atajar los avances de algunas tendencias favorables a la reencarnación, presentes en ciertas sectas de los siglos II y III ligadas al gnosticismo: su condena del rechazo al cuerpo le opuso decididamente a este.
A Orígenes nadie le ha negado ni su libertad intelectual ni su devoción. En prosecución de los significados más ocultos de los textos sagrados se sumergió en el estudio de la Biblia. Pero su extrema libertad le condujo a veces al extravío; en ocasiones él mismo parecía intuirlo. Aunque trazaríamos una semblanza equívoca si definiéramos a Orígenes como un hombre impulsivo, es cierto que se opuso a algunas de las principales corrientes de su época -en la que, no lo olvidemos, estaba naciendo el pensamiento cristiano-, y elaboró algunas ideas que terminaron siendo tenidas como heréticas.
Entre estas caben destacar tres: la de la preexistencia del alma humana, la apocatástasis -recogiendo la idea de que en el juicio final todos los hombres serán salvos- e incluso la idea de que Satanás terminará convertido, ya que el mal no es absoluto, mientras que el valor de la redención sí lo es.
Hay que destacar el hecho de que Orígenes no estaba incurriendo en herejía a la hora de elaborar estas tesis, por la sencilla razón de que por entonces el dogma estaba siendo establecido. Aún más: pese a que algunas de sus ideas, como las más arriba mencionadas, terminaron siendo consideradas heréticas (mucho tiempo más tarde), otras en cambio ayudaron poderosamente a definir el cuerpo dogmático cristiano.

Una de sus aportaciones más duraderas fue la defensa de la fe que hizo frente al pagano Celso, que se burlaba de los cristianos. De hecho, perdida la obra del griego pagano -el Discurso verdadero contra los cristianos-, conocemos muchos de sus pasajes por los comentarios que nos han llegado del filósofo alejandrino, rebatiéndole en Contra Celso. Y no cabe duda de que lo hizo con una brillantez que estaba al alcance de muy pocos.

Como uno de los creadores de la teología, se ocupó de la relación de Hijo con el Padre en el seno de la Trinidad; en este terreno no hay quien pueda acusarle de herejía alguna… aunque su énfasis acerca de la subordinación del Hijo ha querido ser interpretado en alguna ocasión como una especie de prolegómeno al arrianismo.
Unión de racionalismo y cristianismo. De cualquier modo, Orígenes efectuó la hibridación característica del racionalismo griego con la fe cristiana, algo que hasta el día de hoy conforma la esencia intelectual de la religión cristiana. Pero esto, que nos parece tan natural, no resultó tan fácil en su día. Y, en parte, supuso que las relaciones con la jerarquía eclesiástica no fueran fáciles.
No tuvo dudas a la hora de enfrentarse con el obispo de Alejandría, ciudad en la que dirigía una escuela de gramática y teología en la que enseñaba el cristianismo a paganos y cristianos. Demetrio aprovechó un incidente que pareció desafiar su autoridad, como fue la ordenación sacerdotal de Orígenes durante su viaje a Palestina, para obligarle al exilio de Egipto. Demetrio le había negado la condición religiosa precisamente por ser eunuco, lo que le invalidaba para la ordenación, así que Orígenes marchó a Palestina, donde sí obtuvo la condición sacerdotal.
Pero había más. En realidad, Demetrio estaba celoso de aquel extraño filósofo que había sido llamado por la madre del emperador Severo Alejandro y por el gobernador de Arabia. Además, los obispos de Cesarea y de Jerusalén le tenían en gran estima y, pese a todo, le permitían predicar libremente. Así que, cuando se ordenó Orígenes, decidió excomulgarlo, algo que sería más tarde refrendado por Roma.
El griego marcharía a Palestina en torno al año 230, cargando con su nutrida biblioteca, donde fue naturalmente bien acogido. Allí pasó el resto de sus días, hasta que en 254 murió a consecuencia de las torturas sufridas durante un año entero a manos de las autoridades imperiales, a raíz de la persecución decretada por el emperador Decio cuatro años antes: había que dar culto público ante un magistrado para obtener el certificado de que se había cumplido el edicto. Orígenes, claro, se negó.

Los años finales ilustran el incipiente enfrentamiento entre la autoridad teológica y moral, por un lado, y la episcopal y administrativa, por el otro, que ya se delineaba en el horizonte. Por eso, pese a que en 232 murió Demetrio y su sede pasó a Heraclas, nada cambió. Este, que había sido compañero de Orígenes en Alejandría, al tomar posesión del obispado egipcio, renovó la condena de su antiguo maestro. Aunque el controvertido Orígenes murió lejos de su casa, lo hizo rodeado del afecto de las Iglesias orientales, en las que siempre encontró protección.
Comulgar con frecuencia
De los veintinueve sermones encontrados, solo ha trascendido el contenido de uno de ellos. Se trata de unos comentarios acerca de la conveniencia de tomar la comunión con frecuencia, que han refrescado una cierta polémica sobre el modo de interpretar la eucaristía -y, en fin, la religión cristiana- durante los primeros siglos.
La cuestión de la eucaristía ha suscitado desde antiguo amplios debates. Entre otras cosas, formó parte de la querella protestante con el conjunto de la Iglesia. Lo que podemos afirmar con certeza desde el punto de vista histórico es que los primeros cristianos tenían plena conciencia de que la consagración del pan y del vino transformaba estos en el cuerpo y la sangre de Cristo; y esa creencia era tan firme que una de las acusaciones que prendieron en la imaginación popular fue la de antropofagia.
Las actas de Justino, mediado el siglo II, ya recogen la descripción de una celebración que hoy día reconoceríamos sin titubeos como una misa. En ellas, el mártir justifica la transubstanciación en el cuerpo del Señor de forma literal, no como imagen o alegoría: “pan y vino que no tomamos como pan y bebida comunes”, sino que son “la carne y la sangre del mismo Jesús encarnado”, lo que se ha realizado mediante un “milagro”.
La frecuencia de la comunión, creída de este modo carne y sangre del mismo Jesús, era alta, frente a lo que tantas veces se pretende. Así, Cipriano consideraba en el siglo III que la eucaristía era la fuente cotidiana de obtención de la gracia. Y, cien años más tarde, san Basilio recomienda “comulgar todos los días, participar continuamente de la Vida…” dejando escrito -por si hiciera falta la aclaración- que “comulgamos cada semana cuatro veces: domingo, miércoles, viernes y sábado”.
Asimismo, uno de los más notables Padres de la Iglesia, san Ambrosio, nos invita a comulgar cotidianamente, justificándolo en que “cada día este pan de vida eterna reconforta la substancia de nuestra alma”, ya que “deben saber que han recibido lo que recibirán, lo que deberían recibir cada día: este pan que ven sobre el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo”.
Quede, pues, claro que el comentario de Orígenes ahora encontrado se halla en la mejor línea de la patrística clásica.

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